💣 Max Pradera NO SE CALLA y EXPLOTA contra Feijóo tras sus ATAQUES a Sánchez

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La escena fue tan clara como preocupante.

En lugar de aprovechar su turno de palabra en el Congreso para presentar alternativas o exponer una visión de país, Alberto Núñez Feijóo convirtió su intervención en un desfile de insinuaciones personales,

ataques familiares y menciones absolutamente fuera del marco político.

Señalamientos sobre presuntos vínculos del entorno de Pedro Sánchez con prostíbulos, alusiones veladas a su familia, todo con un tono que recordaba más a un programa del corazón que a un debate

parlamentario.

Y lo peor: sin una sola prueba.

Frente a ese espectáculo, Max Pradera no se quedó callado.

El escritor, conocido por su capacidad para leer entre líneas los movimientos del poder, publicó un hilo que se viralizó en cuestión de minutos.

No fue un ataque visceral.

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Fue un análisis quirúrgico y despiadado que dejó en evidencia lo que muchos intuían: Feijóo no estaba haciendo oposición, estaba ejecutando una operación de descrédito personal.

Según Pradera, lo que vimos fue una estrategia bien engrasada para sustituir el debate por el escándalo, la política por la difamación.

Pradera fue más allá y trazó un paralelismo inquietante con la historia reciente.

En su opinión, el problema de fondo no es el estilo, sino la mentalidad.

Señaló que una parte de la derecha española, la misma que sobrevivió políticamente al franquismo sin hacer autocrítica, sigue viendo el poder como algo que les pertenece por derecho natural.

Bajo esa lógica, cuando gobierna la izquierda, no lo ven como una alternancia democrática, sino como una anomalía que debe ser corregida, incluso por medios poco democráticos.

Esa idea no se dice, pero se respira en cada frase, en cada acusación lanzada al cuerpo del adversario.

La intervención de Feijóo fue una muestra clara de ese pensamiento.

En lugar de debatir sobre sanidad, educación o empleo, prefirió lanzar dardos sobre la vida privada de Sánchez.

Pero lo más grave no fue el contenido, sino la intención.

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Según Pradera, se trató de una estrategia comunicativa milimétricamente calculada para destruir al rival no en el plano político, sino en el personal.

Lo que se busca no es convencer, sino manchar, no es debatir, sino eliminar toda legitimidad del otro.

Y esa táctica, según Pradera, no es nueva.

Es la misma que se ha visto en regímenes autoritarios y en las derechas más radicales de Europa y América.

Convertir al adversario político en un enemigo moral es el primer paso para justificar cualquier barbaridad.

Ya no se trata de ganar elecciones, sino de imponer una narrativa donde solo uno tiene derecho a gobernar.

Y eso, en democracia, es veneno.

El contraste con la respuesta de Pedro Sánchez fue total.

El presidente, lejos de caer en la provocación, optó por una intervención institucional centrada en política exterior y compromisos internacionales.

No respondió al barro.

No bajó al fango.

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Y aunque algunos lo criticaron por frío, muchos vieron en su actitud un mensaje claro: el ruido no merece réplica.

Quien gobierna no debe gritar más fuerte, debe ofrecer más contenido.

Mientras tanto, en las filas del PP, el desconcierto era palpable.

Borja Sémper, uno de los rostros más moderados del partido, no aplaudió durante varios pasajes del discurso.

Su expresión, captada por las cámaras, hablaba por sí sola.

No todos en el Partido Popular están cómodos con esta deriva.

Hay sectores que entienden que la agresividad puede animar a la base más radical, pero aleja al votante moderado.

Y ese es el voto que decide elecciones.

Pradera remató su análisis con una reflexión tan incómoda como certera: “La democracia no es solo votar, es aceptar que otros también pueden gobernar”.

Y es precisamente eso lo que, a su juicio, la derecha más rancia de este país no soporta.

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No les molesta tanto lo que hace Sánchez como lo que representa: feminismo, memoria histórica, pluralismo territorial.

Todo aquello que rompe con la España unitaria, conservadora y monocorde que aún algunos sueñan con recuperar.

La agresividad de Feijóo no es solo política, es cultural.

No ataca propuestas, ataca símbolos.

No combate leyes, combate identidades.

Por eso, el discurso del líder del PP ha sido leído por muchos como un salto hacia una oposición más cercana a la extrema derecha que al centro reformista que un día prometió representar.

Y ese viraje no es gratuito.

Es una respuesta directa a la presión de Vox y a la pérdida de discurso propio.

La gran pregunta es si esa estrategia puede sostenerse.

Porque el barro tiene recorrido corto.

Puede generar titulares, trending topics y palmas entre los más exaltados.

Pero no construye país.

No ofrece soluciones.

No resuelve el paro, ni mejora la educación, ni da respuesta al problema de la vivienda.

Solo genera crispación.

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Y en una sociedad harta de gritos, esa crispación puede volverse en contra.

La contundencia del hilo de Pradera no solo ha abierto un debate, ha revelado un sentir.

Hay una parte de la sociedad que está harta de ver cómo los escaños se convierten en platós de televisión donde lo importante es escandalizar, no argumentar.

Que quiere ideas, no insultos.

Que busca política con altura, no espectáculo.

Y cuando un escritor se convierte en la voz de esa indignación, es porque los políticos han fallado en su función.

La intervención de Feijóo ha dejado a la vista una oposición sin proyecto.

Max Pradera no solo la criticó, la desenmascaró.

Porque cuando un líder se refugia en la calumnia, es que no tiene propuesta.

Y cuando no puede aceptar al otro como legítimo, es que no cree realmente en la democracia.

La política española vive un momento crucial.

O vuelve al debate serio o se hunde en el fango.

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Y si algo nos ha enseñado esta semana, es que aún hay quienes no están dispuestos a tragar con ese fango.

Porque gobernar es ofrecer, no destruir.

Es respetar, no insultar.

Y sobre todo, es entender que la democracia no se mide por la fuerza del ataque, sino por la solidez de las ideas.

Feijóo eligió el barro.

Pradera, la palabra.

Y en ese choque, quedó claro quién sigue creyendo en la política como un ejercicio de responsabilidad.