Mi único problema cuando me meto en el agua es que no se me moje la cresta y no se me corra la pintura.
Estimados televidentes, hoy los invito a adentrarse en una historia que parece sacada de una contradicción viva.
Ella fue la reina de lo excéntrico, la voz provocadora de una generación inconformista, la figura que desafió los límites del arte, del género y de la moral en la España de la postdictadura.
Hablamos de Alaska, la inconfundible artista que convirtió lo marginal en icono, lo oscuro en tendencia y lo irreverente en bandera.
Pero lo que pocos imaginaban es que, tras esas gafas oscuras y ese maquillaje dramático, se escondía una mujer con lealtades sorprendentes y posturas que más de una vez encendieron la polémica nacional.
Alaska no solo hizo historia con su música y su estética, sino también con sus palabras, porque a los 62 años, cuando muchos esperaban de ella una retirada tranquila, Alaska decidió hablar y lo que dijo dejó a medio mundo sin aliento.
Nombró públicamente a los cinco cantantes que más odia.
Sí, lo hizo con nombres y sin rodeos. ¿Qué le llevó a romper su habitual diplomacia? ¿Quiénes son esos nombres que desataron su desdén? ¿Y qué verdades del pasado salieron a la luz con estas declaraciones?
Para entender la magnitud del impacto que causaron sus palabras, primero debemos recordar a la verdadera Alaska, nacida como María Olvido Gara Jova en Ciudad de México en 1963 y nacionalizada española.
Llegó a España con su familia a temprana edad, justo cuando el país comenzaba a despertar de la larga noche del franquismo.
Con apenas 17 años irrumpió en la escena musical como una bocanada de aire fresco, desafiante, glamorosa, diferente.
Fue una de las figuras más visibles de la movida madrileña, ese fenómeno cultural que marcó el renacer de una España más libre, más artística, más loca.
Con su grupo inicial Kaka de Luxe y más tarde con Alaska y los Pegamoides, luego Alaska y Dinarama y finalmente Fangoria, Alaska no solo puso banda sonora a los años 80, sino que modeló la identidad de una nueva juventud.
Con canciones como “A quién le importa” o “Ni tú ni nadie” se convirtió en portavoz de todos aquellos que alguna vez se sintieron diferentes, excluidos, silenciados.
Pero más allá de su estética punk, de sus letras provocadoras y de su estilo irrepetible, Alaska construyó una carrera sólida con más de cuatro décadas sobre los escenarios, incontables discos de oro y una legión de fans que la sigue considerando un icono.
Incluso quienes no comulgan con su música reconocen su influencia en el arte contemporáneo y la cultura popular española.
Junto a su inseparable pareja, el también polémico Mario Vaquerizo, Alaska se reinventó como personaje televisivo, protagonizando realities, tertulias y documentales donde mostró una faceta más humana, doméstica y, para muchos, sorprendentemente conservadora.
Porque sí, estimados televidentes, en medio de tanta libertad estética, Alaska siempre ha tenido convicciones firmes, algunas de ellas inesperadas.
Una de las más comentadas fue su defensa apasionada de la tauromaquia, algo que generó un verdadero terremoto en los círculos artísticos y activistas.
A finales de los años 2000, sus declaraciones encendieron un debate feroz entre tradición y progreso.
La sorpresa fue aún mayor cuando en 2015, Alaska cambió de opinión de forma radical, se unió a una campaña de PETA y posó desnuda con un cartel que decía: “La tortura no es cultura.” Para algunos fue evolución, para otros, oportunismo. Pero esa dualidad ha sido siempre parte de su magnetismo.
Por eso, cuando en una reciente entrevista declaró con toda claridad que odiaba a cinco colegas del mundo musical, el efecto fue devastador. Lo dijo con serenidad, sin odio visceral ni ataques gratuitos.
Fue precisamente esa calma lo que hizo que sus palabras impactaran como cuchillas bien afiladas.
El primero de los mencionados fue un cantante popular en los 2000, conocido por sus baladas empalagosas y su imagen de niño bueno.
Lo que más le repugnaba de él, dijo Alaska, no era su música —aunque la encontraba insoportable—, sino su doble moral: predicaba amor y tolerancia, pero en privado tenía actitudes elitistas y misóginas. “Me molesta la falsedad,” sentenció.
El segundo nombre sorprendió aún más: una cantante indie con quien se pensaba que mantenía una relación cordial.
Alaska reveló que esa artista había saboteado una de sus giras, filtrando comentarios maliciosos y acusándola de usar playback. “En este negocio hay muchas serpientes con cara de ángel,” dijo con una sonrisa ácida.
El tercer caso fue una decepción más que un ataque. Se refirió a un artista veterano que, según dijo, le dio la espalda en uno de sus momentos más vulnerables.
“Una traición silenciosa a veces duele más que un ataque directo.” El cuarto nombre fue una estrella internacional que para Alaska simbolizaba la pérdida de identidad cultural.
Criticó a quienes renuncian a sus raíces para imitar modelos norteamericanos.
“No me molesta que cantes en inglés,” dijo, “me molesta que renuncies a tu cultura por vender más.” Finalmente, el quinto nombre fue el más doloroso: Nacho Canut.
Su compañero de batallas musicales, su otro yo artístico durante décadas. La ruptura con Nacho no fue solo profesional. Fue una herida emocional profunda.
“No lo odio por lo que hizo, lo odio porque me hizo dejar de creer en ciertas lealtades.”
Las redes sociales se incendiaron. Algunos la aplaudieron por su valentía, otros la acusaron de ventilar rencores que debieron quedar en la intimidad.
Pero Alaska no se detuvo. Aceptó invitaciones a programas donde, con frialdad y precisión, explicó sus motivos.
Dijo estar cansada de fingir armonías que no existen. Su frase resonó como sentencia: “Prefiero ser honesta y sola que acompañada y fingida.”
El primer aludido respondió de forma pasivo-agresiva en redes: “A algunos se les va el ácido a la lengua y se les olvida que el público tiene memoria.” Los demás optaron por el silencio.
Uno de los momentos más tensos ocurrió cuando Alaska, invitada como presentadora en una gala de premios, coincidió con dos de los artistas que había nombrado.
La tensión era palpable. Su discurso incluyó una frase que desató reacciones: “Esta noche celebramos el talento, la diversidad y también la hipocresía bien maquillada.” Sin decir nombres, dijo todo.
A puertas cerradas, sin embargo, Alaska comenzó a mostrar signos de fatiga emocional. Confesó a sus amigos que esperaba sentirse liberada, pero en cambio sentía un vacío.
“Pensé que me liberaría, pero rompí puentes que ya no se podrán reconstruir.” Una amiga íntima la describió como más seria, más frágil.
Y es que cuando una figura como Alaska muestra grietas, el efecto es devastador. En una carta abierta en su blog personal escribió: “No odio a las personas que mencioné. Odio lo que me hicieron sentir.”
Esa frase se viralizó y fue interpretada como una confesión.
Pero no todo quedó ahí. En un giro inesperado, Alaska escribió una carta a mano a Nacho Canut. No pidió perdón, pero explicó. Habló del dolor, de los silencios acumulados, de las heridas que nunca sanaron.
Nacho, semanas después, escribió en sus redes: “Algunas historias merecen un punto y seguido, no un punto final.” Poco después se les vio juntos en una exposición, sin palabras, sin abrazos, pero caminando lado a lado.
En una entrevista, Alaska dijo simplemente: “A veces basta con estar presente.” Ese gesto fue más poderoso que cualquier reconciliación pública.
Y con otros de los mencionados también hubo señales. No hubo disculpas, pero sí gestos, una canción compartida, una historia comentada, una distancia menos dolorosa.
En un homenaje a la movida madrileña, Alaska cantó “Ni tú ni nadie” sola, sin artificios. Al final, con voz quebrada, dijo: “Después de todo, lo único que permanece es la música.” Y tenía razón.
Detrás del maquillaje vibrante, del vestuario excéntrico y de las melodías que marcaron generaciones, existe una mujer que ha amado, ha perdido, ha perdonado y también ha odiado.
Nos preguntamos entonces: ¿es posible seguir creyendo en la lealtad después de tantas traiciones?
¿Qué pesa más en el corazón, el orgullo o el deseo de sanar? Alaska, a sus 62 años, sigue buscando respuestas. Nos enseñó que no hay edad para soltar lo que duele ni para alzar la voz cuando la injusticia personal se vuelve insoportable.
Pero también nos enseñó que a veces, el silencio oportuno y una presencia sincera valen más que mil explicaciones.
En su mundo, donde la imagen lo es todo, decidió romper el espejo y mostrarse tal cual es.
Estimados televidentes, quizás no haya una única respuesta. Pero como en toda gran historia, quedan lecciones, heridas y ecos que no se apagan. Gracias por acompañarnos. Hasta la próxima.
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