La Clínica Fundación Santa Fe entregó esta mañana un nuevo parte médico sobre el estado de salud del precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay.
Para hablar sobre la intervención a la que fue sometido, contactamos al Dr. Juan Camilo Zapata Castro, quien reveló detalles impactantes.
“No estamos frente a un paciente común, estamos frente a un sobreviviente de algo que no debió pasar”, afirmó con voz firme y cargada de emoción.
Lo que le hicieron a Miguel no fue solo un atentado, fue un intento de apagar la esperanza de todo un país.
Los periodistas contenían la respiración en la sala de cuidados intensivos.
Nadie interrumpía, nadie pestañeaba.
Miguel ingresó con una herida de alto impacto.
El silencio era denso, el típico silencio de quienes esperan un milagro, sin saber si es por fe o desesperación.
El doctor llevaba horas sin dormir.
Su bata estaba arrugada y su mirada perdida, pero sus manos seguían firmes.
Había visto muchas cosas en su carrera médica, había salvado vidas y perdido otras tantas.
Pero jamás había sentido un dolor como el que experimentaba frente al cuerpo de Miguel Uribe.
Aquel día habló con una voz clara, pero profundamente cargada de tristeza.
“Contra todo pronóstico, llegó vivo”, dijo sin adornos ni suavizar la verdad.
Su presión era crítica, la pérdida de sangre catastrófica y su pulso inestable.
Sin embargo, su corazón no quería rendirse.
El doctor respiró hondo, bajó la mirada y luego la levantó con firmeza.
“Cuando lo vimos por primera vez en el quirófano, no vimos solo un cuerpo herido, vimos a un ser humano con una voluntad inquebrantable”, confesó.
Miguel presentaba signos vitales incompatibles con la vida, pero decidió quedarse.
Las enfermeras, al fondo de la sala, lloraban en silencio.
No por miedo ni tristeza, sino porque sentían que estaban presenciando una historia que marcaría sus vidas para siempre.
Las primeras 24 horas fueron cruciales.
Tuvieron que intervenir el cerebro, retirar fragmentos de hueso y controlar una hemorragia que parecía no tener fin.
Técnicamente, Miguel había perdido más del 60% de su masa cerebral útil.
Y aun así, su cuerpo se aferró a la vida.
Pero no solo fue la parte médica lo que impactó a los especialistas.
Durante el tratamiento, descubrieron que Miguel sufría una afección cardíaca crónica.
Estaba medicado en silencio desde hace años.
Nunca usó su enfermedad como excusa ni la mencionó en campaña.
Sufría arritmias que habrían puesto en jaque a cualquier político en plena contienda electoral.
Además, hace apenas unos meses superó un cuadro severo de depresión.
Lo enfrentó sin cámaras, sin discursos, solo con su familia.
Lo que nadie sabía era que Miguel llevaba tiempo librando batallas internas.
Y aún así, cada día se paraba a dar la cara por su ciudad.
Este atentado no solo quiso quitarle la vida, quiso destruir su dignidad, su historia y su humanidad.
Pero falló.
Actualmente, Miguel está en estado crítico pero estable.
Su respuesta neurológica ha sido mejor de lo esperado.
Movió los dedos de su mano izquierda y reaccionó a la voz de su hijo.
En un momento que dejó sin palabras a todos, una lágrima cayó por su mejilla al mencionar el nombre de su esposa.
Esa imagen rompió la coraza de quienes estaban presentes.
Ya no se trataba de un político, sino de un padre y esposo que luchaba por volver.
Las próximas 72 horas siguen siendo determinantes.
Existe riesgo de infección, inflamación cerebral y posibles daños motrices.
Pero si alguien puede salir adelante, es él.
La voz del doctor se quebró, pero no se detuvo.
“Quiero que el país sepa esto: Miguel Uribe no está inconsciente, su cuerpo sí, pero su alma está despierta”, dijo.
Su mensaje, aunque no pueda expresarlo con palabras, es claro: no se rindan.
Entonces llegó un momento que nadie esperaba.
El doctor sacó un papel del bolsillo: una nota escrita por Miguel semanas antes del atentado.
Se la había entregado a su equipo médico como parte de una terapia.
La leyó en voz alta: “Si algún día caigo, no lloren por mí, levántense y sigan caminando porque yo no vine a la política por comodidad, vine porque creo que podemos ser mejores”.
Nadie pudo contener las lágrimas.
Esa nota se convirtió en un himno, una declaración que ahora tiene un significado aún más profundo.
Lo que le pasó a Miguel no fue casualidad, fue un mensaje.
Y también una respuesta: aunque quisieron callarlo, hoy miles hablan por él.
El doctor se retiró para volver al quirófano.
No tenía tiempo para cámaras.
Su misión era la vida.
Sabía que en esa habitación silenciosa aún latía un corazón con esperanza.
Mientras tanto, en redes sociales, el nombre de Miguel Uribe se volvió tendencia mundial.
No por escándalos, sino por algo infinitamente más poderoso: su historia estaba uniendo al país.
Miles se acercaron al hospital para dejar flores, cartas y oraciones.
Otros encendieron velas en sus casas.
Y algunos guardaron un minuto de silencio justo a la hora del atentado.
Entre todo eso, destacaba la carta: “No lloren por mí, levántense”.
Miguel hablaba sin palabras.
Su silencio se convirtió en voz, su fragilidad en fuerza y su dolor en la llama que encendía miles de corazones.
Mientras en la sala de cuidados intensivos un monitor marcaba cada latido, afuera un país entero volvía a creer.
Creía en que la vida es más poderosa que el odio.
El pasillo de la unidad tenía un silencio pesado, casi sagrado.
Afueras, decenas de personas esperaban noticias.
Algunos rezaban, otros lloraban, pero todos esperaban lo mismo: un milagro.
Dentro, el Dr. Fernando Jaquim caminaba con el alma agitada.
Llevaba años salvando vidas, pero lo que vivía con Miguel Uribe era algo que no sabía cómo explicar.
“No era solo medicina, era algo mucho más profundo”, dijo.
“Hay heridas visibles y heridas que solo se revelan cuando el cuerpo está callado”.
Al abrir la puerta a los medios, su voz tuvo un peso tremendo.
Lo que encontraron dentro del cráneo de Miguel los cambió para siempre.
Había daño cerebral severo, sí, pero lo más impactante fue lo que no vieron con los ojos, sino con el alma.
No era solo un cuerpo herido, era un símbolo.
Un símbolo de cuántas veces este país ha intentado levantarse después de una bala.
El doctor respiró hondo.
Sabía que lo que estaba a punto de decir dejaría una huella imborrable.
Durante la intervención, descubrieron que Miguel no solo sobrevivió a un disparo letal.
También sobrevivió a condiciones preexistentes que habrían sido fatales para cualquier otro.
Tenía fibrosis pulmonar leve y migrañas con episodios de pérdida de visión.
A pesar de todo, siguió adelante sin hacerlo público ni buscar compasión.
Los periodistas no podían creerlo.
Nadie sabía que detrás de ese rostro firme había alguien luchando contra su propio cuerpo en silencio.
Además, Miguel tenía un marcapasos implantado hace un año.
Lo monitoreaban en estricta confidencialidad.
Nunca lo usó para dar lástima ni mencionó su enfermedad en entrevistas.
Para él, la salud era una carga, no una excusa.
Durante la cirugía, un joven residente se quebró.
No por el procedimiento, sino por lo que vio en Miguel.
“Doutor, siento que estoy operando a la esperanza”, dijo.
Y tenía razón.
Mientras su cuerpo yacía quieto, el corazón de toda una nación palpitaba junto al suyo.
Miguel despertó por unos segundos.
Abrió los ojos, intentó hablar, pero no pudo.
Sin embargo, apretó la mano de su esposa con fuerza, con rabia, con vida.
La noticia se extendió rápidamente.
Miguel Uribe estaba reaccionando.
No se sabe si podrá hablar o caminar, pero sí que quiere quedarse, quiere vivir y quiere luchar.
Y si él no se rinde, nosotros tampoco.
El doctor bebió agua, sus manos temblaban, pero siguió.
“Quiero contarles algo personal”, dijo.
“Cuando terminamos la segunda intervención, uno de los neurocirujanos me dijo: ‘No operamos un cerebro, operamos una historia’”.
Al revisar los exámenes postoperatorios, encontraron algo más.
Miguel había sufrido tres microinfartos cerebrales en los últimos seis meses.
Ninguno fue detectado a tiempo.
Ninguno lo detuvo.
Seguía trabajando, sonriendo y caminando entre multitudes.
¿Cómo alguien puede vivir con tanto dolor y aún así entregarse con tanto amor a su ciudad?
La pregunta quedó en el aire, sin respuesta.
Durante una hospitalización previa, Miguel escribió otra nota.
La guardaba en su agenda.
Su esposa la entregó al doctor.
Decía: “Si un día no puedo hablar, cuenten que no me rendí, que cada minuto valió la pena y que los golpes me hicieron más fuerte”.
La nota fue mostrada en pantalla.
Manuscrita, emocionante, real.
“Esto ya no es solo una recuperación, es una batalla por el alma de una nación”, concluyó el doctor.
Miguel Uribe representa la esperanza de seguir adelante, incluso cuando todo parece perdido.
Las redes sociales explotaron.
Las calles se llenaron de carteles y cintas blancas en señal de resistencia y amor.
El doctor respondió a la pregunta de por qué no trasladaron a Miguel a otro país.
La respuesta fue simple: él pidió quedarse.
Este es su país, esta es su lucha.
El equipo médico, agotado, seguía adelante.
No por dinero ni reconocimiento, sino porque sentían que algo más grande estaba ocurriendo.
El doctor cerró con un mensaje poderoso: “No sabemos cuánto tiempo tomará su recuperación, pero sabemos que Miguel Uribe no está solo”.
Tiene un equipo médico dispuesto a darlo todo, una familia que lo ama y un país que ha decidido levantarse con él.
Un aplauso espontáneo llenó la sala.
No era protocolo, era del alma.
Mientras el doctor regresaba a la unidad de cuidados intensivos, afuera la ciudad comenzaba a cambiar.
Algo invisible se movía.
Un joven dejó una carta en la entrada del hospital que decía: “Gracias por resistir por nosotros, ahora nosotros resistiremos por ti”.
Un grupo de madres organizó una cadena de oración.
No conocían personalmente a Miguel, pero lo sentían como un hijo, un hermano, un símbolo.
Una niña de siete años dejó un dibujo.
Era Miguel de pie, con una capa como un superhéroe.
Abajo, con letras torcidas, escribió: “Te estamos esperando”.
Porque ahora más que nunca, Miguel no estaba en coma, estaba en pausa.
Pero su presencia estaba más viva que nunca.
El doctor lo sabía.
Cada vez que se paraba frente a su cama, no veía solo un cuerpo conectado a máquinas.
Veía una historia que se estaba volviendo a escribir con cada latido.
Y sin decirlo, todos lo sentían.
Esto apenas comenzaba.
Mientras el reloj marcaba las 3 de la madrugada, afuera la ciudad dormía.
Pero dentro del hospital, el corazón de un país seguía despierto.
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