El icónico sketch de José Mota sobre la corrupción política resurge como reflejo exacto del escándalo que rodea al PSOE de Pedro Sánchez y al ministro Óscar Puente, evidenciando cómo las tramas de favores y adjudicaciones a dedo han convertido la sátira en un retrato fiel de la política actual.

 

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Hay momentos en los que el humor deja de ser un simple entretenimiento para convertirse en una radiografía cruel de la realidad.

Y eso es precisamente lo que está ocurriendo con uno de los sketches más recordados de José Mota, ese genio del humor español capaz de retratar en clave cómica lo que nadie se atreve a decir abiertamente en los telediarios.

En aquella parodia, que muchos recordarán, un pequeño empresario empieza colocando humildemente un bordillo en una obra pública y, poco a poco, gracias a sobres, favores y amistades políticas, termina construyendo un túnel de fuga desde una cárcel, con todas las bendiciones de los corruptos de turno.

Lo que entonces parecía una exageración cómica hoy se parece demasiado a los titulares que sacuden a España cada semana.

Lo inquietante es que esa sátira que provocaba carcajadas ahora se vive a diario, con nombres, cifras y escándalos reales, en los despachos del poder.

Lo que José Mota denunció con ironía se ha convertido en el guion real de la política española, especialmente de la que rodea al PSOE y al propio presidente Pedro Sánchez.

 

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El paralelismo es tan incómodo como evidente. Mientras los españoles hacen malabares para pagar el alquiler, llenar la cesta de la compra o simplemente llegar a fin de mes, el Gobierno presume de transparencia y justicia social.

Pero detrás de los discursos se esconde una red de favores, adjudicaciones opacas y un entramado de influencias que conecta empresarios, familiares de políticos, asesores bien colocados y amigos íntimos del poder.

Y no lo dicen humoristas ni opinadores, lo dicen los informes judiciales. El reciente escándalo que estalló en Navarra es solo la punta del iceberg.

Una red perfectamente organizada durante más de una década donde cargos socialistas, funcionarios públicos y empresarios afines habrían amañado contratos millonarios, desangrando el dinero público mientras posaban ante las cámaras como paladines de la ética.

Desde obras menores hasta adjudicaciones millonarias, los tentáculos de esta trama llegan a los mismos pasillos del Ministerio de Transportes, encabezado por Óscar Puente, uno de los ministros estrella de Sánchez, conocido por su tono combativo en redes y su defensa a ultranza del Gobierno.

 

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Óscar Puente ha salido en varias ocasiones a desmentir cualquier implicación personal en el caso, pero el hedor político es ya imposible de disimular. No es solo Navarra.

En Andalucía, el caso ERE fue uno de los mayores escándalos de corrupción en la historia democrática española, con presidentes autonómicos condenados. En Valencia, también bajo gobiernos socialistas, se destaparon redes similares.

Y ahora, lo que parecía anecdótico, vuelve con fuerza, recordando que ese sistema de corrupción no era cosa del pasado sino parte estructural de un modelo de poder que ha sabido adaptarse con nuevos rostros, pero con los mismos vicios.

El problema no es solo que existan corruptos, sino que las estructuras políticas han creado auténticas autopistas para que la corrupción fluya con total impunidad.

Lo que Mota ridiculizó con un túnel construido desde una prisión es, en esencia, lo que hoy denuncian jueces e investigadores: entramados de empresas fantasma, adjudicaciones a dedo, comisiones por favores, contratos inflados y silencios bien pagados.

La política convertida en negocio personal a costa del contribuyente.

Y mientras tanto, Pedro Sánchez sigue compareciendo con un discurso de dignidad institucional, rodeado de imputados o salpicados por tramas judiciales, y con una agenda mediática diseñada para desviar la atención.

Las televisiones públicas callan, los grandes medios suavizan el tono, y el relato oficial insiste en señalar al adversario político como culpable de todos los males. Pero la realidad, esa que Mota caricaturizó con su habitual sarcasmo, se impone a los discursos.

 

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El impacto de este paralelismo ha sido especialmente fuerte en redes sociales, donde fragmentos del mítico sketch circulan acompañados de titulares reales de los últimos escándalos del PSOE, generando un efecto devastador: la sátira convertida en documental.

Porque cuando un chiste describe mejor la política nacional que una rueda de prensa oficial, es que el país ha cruzado una línea roja de difícil retorno.

El problema para el Gobierno es que esta indignación no es exclusiva de los votantes de la oposición. Muchos militantes socialistas tradicionales ya no saben cómo justificar lo que está ocurriendo.

Las caras nuevas prometieron regeneración, pero el sistema sigue intacto. Nuevos nombres, viejas costumbres. Nuevos bordillos, mismos túneles.

José Mota, sin pretenderlo, ha dejado a Pedro Sánchez en evidencia desde el humor, y ha conseguido que aquel sketch vuelva a ser tendencia no como un simple recuerdo televisivo, sino como una metáfora viva de lo que España está sufriendo.

Porque mientras algunos se ríen, otros lloran al ver que la ficción ha sido superada por una realidad política que ya no tiene gracia.

El bordillo del pequeño empresario corrupto ya es historia. Ahora lo que queda por ver es si el túnel de fuga servirá también para escapar de la responsabilidad política o si, esta vez, la justicia llegará hasta el final.

Porque una cosa está clara: cuando el humor se convierte en la mejor herramienta para explicar un escándalo político, es que el país entero ha sido estafado. Y en ese espejo, Sánchez y su entorno ya no pueden esconderse.