Construir la confianza puede tomar toda una vida, pero basta una sola mentira para derribarla como un castillo de naipes.
Alejandro Fernández, con 54 años y una carrera llena de éxitos, sabe muy bien lo que significa esa fragilidad.
Hijo del legendario Vicente Fernández, Alejandro creció en un ambiente donde los sentimientos se guardaban en lo más profundo del pecho y se expresaban con música y tequila, no con palabras.
Durante años, el cantante mexicano prefirió el silencio y la discreción, observando desde lejos cómo la industria musical cambiaba a su alrededor, hasta que decidió hablar con sinceridad sobre un tema que le ha dolido mucho: su rechazo hacia ciertos artistas del espectáculo, en particular algunos cantantes gays cuya forma de expresarse no comparte ni respeta.
Alejandro Fernández ha sido fiel a sus raíces rancheras y a un estilo musical visceral y honesto.
Para él, cantar es desnudarse frente al público, abrir el alma y transmitir emociones profundas.
Sin embargo, con el paso del tiempo, se volvió testigo de una industria donde el escándalo se convirtió en estrategia y la provocación en sello distintivo.
En ese escenario, la sexualidad empezó a usarse como bandera de lucha y espectáculo, algo que para Alejandro nunca fue motivo de rechazo por sí mismo, sino que le molestaba la teatralidad y la falta de respeto que percibía en algunos artistas.
No se trata de prejuicio o intolerancia, sino de una lealtad profunda a la autenticidad y al arte que él entiende como una conexión sincera con el público.
Alejandro nunca atacó públicamente a nadie, pero en privado confesaba su incomodidad y distanciamiento hacia ciertos personajes que, a su juicio, convertían la música en un show vacío, sin alma ni verdad.
Uno de los nombres que Alejandro Fernández no pudo soportar es el de Miguel Bosé.
Aunque reconoce en él un artista sofisticado y moderno, para Alejandro representa la arrogancia escondida bajo una ambigüedad calculada y una teatralidad constante que cruza la frontera del respeto.
En 2007, cuando Alejandro fue invitado a participar en el disco homenaje “Papito” de Bosé, nunca respondió.
Para él, Miguel Bosé era un artista demasiado encerrado en sí mismo, cerebral y distante del sentimiento crudo que caracteriza a la ranchera.
Ambos coincidieron en numerosas ocasiones, pero la relación siempre fue fría y distante.
Alejandro jamás cuestionó la orientación sexual de Bosé, pues para él eso era irrelevante; lo que no soportaba era la pose y el flirteo con lo provocativo sin sustancia ni alma.
Mientras Alejandro buscaba autenticidad en cada verso, sentía que Bosé solo buscaba aplausos y espectáculo.
Otro artista que despertaba incomodidad en Alejandro era Alaska.
No era su voz ni su estética, sino esa obsesión por provocar y romper normas que para él resultaba desconcertante.
La conoció en una gala en Sevilla en 2003, donde la vio envuelta en un corsé negro y medias de red, con una actitud desafiante y filosa.
Aunque se saludaron cordialmente, Alejandro escuchó a Alaska hacer comentarios burlones sobre el folklore mexicano y el machismo en el mariachi, algo que rompió su respeto y admiración.
Para Alejandro, Alaska no era un espíritu libre, sino una prisionera de su propio personaje, atrapada en una imagen que no le permitía ser auténtica.
La veía como una parodia de sí misma, con una rebeldía que él consideraba vacía y sin convicción.
A pesar de no haber tenido confrontaciones directas, su distancia y desprecio eran evidentes en la negativa a colaborar o compartir escenario.
La relación con Nacho Canut fue aún más distante, pues nunca tuvieron un encuentro físico.
Alejandro lo conoció a través de su música, caracterizada por sintetizadores fríos y letras ambiguas que parecían burlarse de todo lo que él valoraba.
Nacho, cerebro detrás de Fangoria, era para Alejandro un símbolo de burla hacia la tradición y el sentimiento profundo.
Recuerda especialmente una entrevista en 2005 donde Nacho criticaba a los cantantes de baladas que, según él, hacían del sufrimiento un negocio.
Alejandro se sintió aludido, pues para él cantar el dolor es una herencia y una verdad que se transmite con respeto.
Desde entonces, rechazó cualquier propuesta de colaboración con Nacho, afirmando que no podía cantar con alguien que se burlaba de sus raíces.
La Ochoa, un icono cuir y pionero de la libertad escénica, también fue objeto de la crítica silenciosa de Alejandro.
La vio por primera vez en un programa de televisión española, donde su energía desafiante y su espectáculo casi cabaretero le generaron sentimientos encontrados.
Para Alejandro, criado entre solemnidad y tradición, la lucha LGBT convertida en un show ambulante era difícil de aceptar.
Nunca compartieron escenario, y cuando se sugirió un dúo simbólico en un homenaje, Alejandro declinó elegantemente.
Para él, la Ochoa representaba el exceso como estética y el respeto convertido en un chiste.
No la odiaba, pero prefería mantenerse alejado, pues veía en ella un espectáculo vacío y sin alma.
Martirio fue quizás la excepción más compleja para Alejandro.
La admiraba como intérprete, pero nunca pudo confiar plenamente en ella.
Conocida por su estética y discurso artístico ligados a la cultura cuir andaluza, Martirio representaba para Alejandro un enigma difícil de entender.
Coincidieron en un homenaje en Buenos Aires en 2006, donde una conversación sobre el folklore mexicano terminó en tensión.
Martirio criticó lo que veía como machismo en el mariachi, mientras Alejandro defendía la dignidad y la tradición.
Desde entonces, su relación fue fría, marcada por la incomodidad ante la ambigüedad y sofisticación que él interpretaba como pose.
Para Alejandro, Martirio cantaba para provocar ideas, no para conectar emocionalmente, y eso era incompatible con su visión del arte como una herida abierta que se canta sin máscaras.
Alejandro Fernández ha sido etiquetado como conservador, cerrado y distante, pero quienes lo conocen saben que su postura nace de una lealtad profunda a la autenticidad y al respeto por el arte.
No se trata de una cuestión de orientación sexual, sino de intención y verdad artística.
Lo que le duele es ver cómo algunos artistas, amparándose en la diversidad, olvidan el alma y convierten el escándalo en estilo, confundiendo identidad con personaje y libertad con burla.
Alejandro eligió el silencio y la introspección, enfrentándose a un mundo donde lo visible y estridente domina, pero siempre mantuvo su fidelidad a un arte que considera sagrado.
Alejandro Fernández habla ahora con honestidad para compartir una verdad que llevaba tiempo guardada.
No busca aplausos ni polémicas, solo quiere que se entienda que el respeto y la autenticidad son la base del arte verdadero.
Su historia invita a reflexionar sobre los valores que definen a un artista y la importancia de mantener la integridad frente a las modas y provocaciones.
En un mundo cambiante, la voz de Alejandro resuena como un llamado a la sinceridad y a la conexión profunda con la música y el público, recordándonos que, más allá de etiquetas y estilos, el arte es una cuestión de alma.
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