Nacida el 19 de septiembre de
1956 en la encantadora ciudad de
Manizales, enclavada en las montañas de
Caldas, Colombia, Amparo Grisales, vino
al mundo rodeada de cafetales, viento
fresco y caminos serpenteantes que
parecían susurrarle desde niña que su
destino sería
extraordinario. Su vida, ahora a sus 68
años en 2025 ha sido un viaje fascinante
entre los brillos de la fama y las
sombras más íntimas del alma. Pero si
tuviera que señalar la mayor tristeza de
su existencia, no hablaría de un papel
perdido ni de un amor
inconcluso. Number, el dolor más
profundo de amparo fue sin duda, la
muerte de su madre. Delia Patiño de
Grisales. La mujer que lo dio todo por
sus hijos. Delia fue mucho más que una
madre.
Fue una guía, un pilar, un faro en la
tormenta. Una mujer de cabello negro
ache y ojos intensos que en medio de la
pobreza supo criar con dignidad y
ternura a cinco hijos. Patricia, Luz
Marina, Fernando, Omaira y la pequeña
Amparo. Mientras su esposo, Gustavo
Grisales, aceptaba cualquier trabajo
para mantener a flote la casa, Delia
sostenía el hogar con fuerza y amor.
Amparo recuerda con emoción aquellas
tardes junto al fuego, cuando su madre
tejía suéteres y le contaba historias
del campo caldense. Eran cuentos llenos
de paciencia, esperanza y resiliencia,
los mismos valores que luego marcarían
la vida de la actriz.
Delia fue su mejor amiga, la primera que
escuchó sus canciones infantiles, la
única que nunca dudó de su talento. Pero
todo cambió en
1995. Amparo tenía entonces 39 años y se
encontraba en la cúspide de su carrera
filmando una escena de En cuerpo ajeno
en Bogotá. Cuando recibió la llamada que
jamás habría querido contestar. Su
hermana Patricia en tres soyosos le dio
la noticia. Su madre había fallecido.
Sin decir palabra, Amparo dejó caer el
guion. Corrió bajo la lluvia torrencial
y manejó sin parar hacia Manizales. Al
llegar, se arrodilló frente al modesto
ataúd preparado por la familia, le tomó
la mano a su madre y lloró
desconsoladamente. No solo por la
pérdida. Lloró por no haberle dicho lo
suficiente cuánto la amaba. Durante días
cayó en un silencio profundo. Rechazó
todas las propuestas de televisión y
regresó a la vieja casa familiar. se
sentaba a la mesa del comedor frente a
la silla vacía de su madre y sentía que
su corazón también estaba vacío. Le
confesó a su hermana Luz Marina que
deseaba haber pasado más tiempo junto a
ella, que la fama la había llevado tan
lejos que no estuvo cuando su madre más
la necesitaba. La muerte de Delia no
solo le arrebató a una madre, le quitó
una parte de su alma. Desde entonces,
cada noche abrazaba el último suéter que
Delia le había tejido. Aún podía sentir
su aroma. Aquel dolor se convirtió en
una culpa silenciosa, en una herida
profunda que se colaba en cada personaje
que interpretó desde entonces. Y sin
embargo, esa misma herida la hizo más
fuerte. Porque Amparo Grisales es eso,
una mujer que ha sabido levantarse de
cada caída y brillar con más fuerza. Su
trayectoria artística comenzó muy joven
a los 14 años con un papel en la
telenovela Destino, la ciudad. En
1970, su rostro delicado, su mirada
intensa y su voz cálida no pasaron
desapercibidos. En
1972 sorprendió al casarse con el pintor
argentino Germán Sarolo, mucho mayor que
ella. Ya entonces las revistas hablaban
de ella, pero fue su talento actoral el
que la llevaría a la cima. El gran salto
llegó en
1985 con Tuyo es mi corazón junto a
Carlos Vives. Luego vendrían éxitos como
El Gallo de Oro,
1986, En Cuerpo Ajeno, 1992 y La Sombra
del Deseo, 1996.
Cada personaje revelaba nuevas facetas,
mujeres dulces, seductoras, pero también
valientes y resilientes. En 2009, su
papel de Lucrecia Rivas en Las Muñecas
de la mafia consolidó su estatus como
icono indiscutible de la televisión
colombiana. Detrás del glamur, sin
embargo, permanece la niña de Manizales,
aquella que aún canta en silencio para
su madre, la que lleva en el alma el eco
de una voz que le decía, “No importa
cuán fuerte sople el viento, hija. Tú
naciste para volar alto. En el mundo del
entretenimiento colombiano hay
estrellas.” Y luego está Amparo
Grisales, una figura icónica, sí, pero
también una mujer que ha sabido
enfrentarse a las sombras con la misma
intensidad con la que ha brillado bajo
los
reflectores. Todo comenzó con un drama
de Caracol
Televisión que no solo rompió récords de
audiencia, sino que también coronó a
Amparo como la reina indiscutible del
Prime Time. Su belleza ardiente, su
personalidad sin igual y su presencia
imponente la convirtieron rápidamente en
un fenómeno cultural. Premios como el
India Catalina, a mejor actriz, fueron
apenas el reflejo superficial de un
talento que desbordaba la pantalla. Los
medios y sus fieles seguidores no
tardaron en bautizarla como la diva de
la televisión colombiana, pero detrás
del brillo había lucha.
En
1998, Amparo se atrevió a soñar
diferente. Apostó todo por un proyecto
personal.
Sombras del
silencio. Ella lo escribió, eligió al
elenco, dirigió escenas y lo hizo con el
corazón en la mano. Quería desnudar los
rincones más oscuros de la sociedad
colombiana, pero el sueño se volvió
pesadilla. La película fracasó en
taquilla, fue duramente criticada por su
ambición y dejó una huella dolorosa en
su alma. Recuerda el instante exacto en
que, sentada en su oficina, contempló
los números rojos del informe financiero
y rompió en llanto. Por primera vez dudó
de sí misma. El 2004 trajo otro golpe.
Participó en protagonistas de novela 3,
el juicio final, esperando conectar con
nuevas generaciones, pero la presión del
formato, la competencia con rostros más
jóvenes y el juicio cruel sobre su edad
la dejaron emocionalmente agotada. Tras
una sesión de fotos, lloró sola en su
habitación, sintiendo como el foco de la
fama se desplazaba
lentamente. Sin embargo, Amparo no sabe
rendirse. En 2007 resurgió con fuerza en
la exitosa telenovela de Telemundo Madre
Luna. El papel de Alejandra Aguirre, una
mujer de 50 años fuerte, digna y
encantadora, pareció escrito para ella.
Fue su gran regreso y más que eso, su
consagración ante el público
internacional.
Aquellas lágrimas del pasado se
transformaron en impulso, en fuego
interior, en
resiliencia. A sus años cuando otros
elegirían el retiro, Amparo sigue
mirando hacia adelante. Su meta no es
solo actuar, sino dejar un
legado. Inspirar, enseñar. Desde 2011 es
jueza del programa Yo me llamo, donde no
solo evalúa, sino guía. Comparte su
experiencia, su sabiduría, su historia,
pero su ambición va más allá.
En su querida Manizales comenzó a
materializar un sueño aún más profundo,
fundar un centro de arte para jóvenes
sin recursos. Desde 2015 destina parte
de sus ingresos al proyecto que hoy casi
es una realidad, el Grisales Arts Haven.
Un espacio donde nuevas voces
encontrarán alas, donde su espíritu
continuará latiendo. Una tarde, frente a
los planos del edificio, volvió a
llorar, esta vez no de tristeza, sino de
gratitud. por su madre, por su ciudad,
por el camino recorrido y como si fuera
poco, planea despedirse como se merece
con un gran concierto en 2026. Cuando
cumpla 70 años, no será una despedida,
será una celebración. Cada ensayo, cada
canción es una carta de amor a su
historia. Cuando pise el escenario por
última vez, no llorará por irse, sino
por haber llegado. Amparo Grisales ha
aprendido a transformar cada caída en
escalón.
Cada crítica en combustible y cada
lágrima en luz, porque para ella la
pasión no tiene fecha de
vencimiento. El precio de la libertad.
La historia íntima de Amparo Grisales.
La diva que amó en
silencio. Hablar de Amparo Grisales es
hablar de un torbellino de pasiones,
triunfos, soledades y silencios.
una mujer icónica, de belleza indomable,
que ha sabido reinventarse en cada etapa
de su vida, pero cuyo corazón ha vivido
entre luces y
sombras. Corría el año
1972. Con apenas 16 años y una mirada
llena de sueños, Amparo se casaba con el
pintor argentino Germán Sarolo, un
hombre casi 20 años mayor que ella. Se
conocieron en una exposición de arte en
Bogotá, donde ella, fascinada por su
experiencia y su serenidad, se dejó
llevar por una ilusión precoz. Aquella
unión, marcada por la ternura inicial no
sobrevivió a la distancia emocional. Él
quería una vida tranquila. Ella, la
gloria, la libertad, los reflectores.
Años más tarde, Amparo confesaría a su
hermana Omaira que no se arrepentía de
aquel matrimonio, pero sí le dolía no
haber podido hacerlo feliz. Tras esa
primera aventura nupsial llegaron los
amores mediáticos. En los años 70 vivió
una apasionada relación con el actor
mexicano Jorge Rivero, a quien conoció
en el rodaje de una producción
internacional. Fue amor a primera vista,
pero la distancia y las exigencias de
sus carreras lo separaron.
Amparo lloró su partida, no por
aferrarse a lo perdido, sino por sentir
que el amor y su vocación jamás
caminarían de la mano. En los años 80 se
habló de un romance con Julio Iglesias.
Ella misma lo confirmó tiempo después.
Fue un amor fugaz, pero cargado de
expectativas que no llegaron a
cumplirse. Me dolió más lo que imaginé
que lo que fue, llegó a decir en una
entrevista.
Sin embargo, el verdadero dolor de
amparo no está en ninguna ruptura
concreta, sino en la sensación
persistente de soledad. Tras su
separación de Germán, jamás volvió a
casarse. Muchos hombres la pretendieron.
Era hermosa, famosa, deseada, pero su
corazón parecía haber erigido una
muralla. A su hermana Patricia le
confesó en una noche de confidencias. No
creo que exista alguien que me entienda
de verdad. Tengo miedo de abrirme. No
quiero que me vuelvan a herir. Hoy
Amparo vive sola en una elegante
residencia en Bogotá. No tiene marido ni
hijos y aunque asegura no arrepentirse,
a veces el silencio la abraza. Hay
noches en las que llora en su habitación
abrazando recuerdos, preguntándose si
todo habría sido diferente de haber
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