🎯💥 Cuando la ultraderecha se viste de “partido del pueblo”: el avance imparable de Abascal
Durante décadas, el voto obrero en España se asociaba a partidos progresistas, sindicatos fuertes y políticas sociales que defendían lo público.
Sin embargo, el último barómetro del CIS dibuja una realidad muy distinta: Vox no solo penetra en esos territorios, sino que los lidera.
Entre los parados, ya supera al PSOE.
En los asalariados con menos ingresos, empata o se sitúa por encima en varios grupos sociolaborales.
Entre quienes se declaran pobres, su ventaja es clara.
Este vuelco no es un capricho estadístico, sino el síntoma de un cambio profundo en la cultura política del país.
La fórmula recuerda al manual que Marine Le Pen, Matteo Salvini o Viktor Orbán han aplicado con éxito: tomar el malestar social, darle un rostro al enemigo y envolverlo en una bandera.
En el caso de Vox, ese enemigo es una amalgama difusa: la inmigración, el independentismo, Bruselas, las élites progresistas.
El mensaje es directo: “nosotros os defendemos de ellos”.
La izquierda habla de reformas estructurales, plazos y presupuestos; Vox promete soluciones inmediatas, aunque sean técnicamente inviables.
Esta claridad aparente es oro en un clima de desconfianza generalizada hacia la política.
El relato de Abascal acusa a PSOE y Sumar de abandonar a los barrios obreros para centrarse en agendas “elitistas” o debates culturales alejados de la vida diaria.
Aunque la acusación simplifica hasta el extremo, conecta con un sentimiento real: la sensación de que, gobierne quien gobierne, la vida del trabajador no mejora.
Esa percepción alimenta un voto de castigo que Vox ha sabido canalizar con precisión quirúrgica.
Su estrategia no se limita al discurso.
La maquinaria comunicativa del partido inunda redes sociales, ocupa titulares y convierte cada polémica en un altavoz.
Incluso las críticas multiplican su alcance, reforzando la imagen de partido “incómodo para el poder”.
En la política actual, la visibilidad constante es poder, y Vox lo entiende mejor que nadie.
Otra clave es la proximidad física.
Mientras la izquierda reduce su presencia en barrios obreros y zonas rurales —cerrando sedes, perdiendo referentes locales—, Vox organiza actos en plazas, pasea por mercados y escucha quejas cara a cara.
Esa cercanía, aunque venga acompañada de diagnósticos erróneos, pesa más en la decisión de voto que cualquier PDF de propuestas.
El discurso de Vox también recupera el “orgullo nacional” como herramienta de movilización.
No habla de logros de clase, sino de batallas por España.
Así, vincula la defensa del empleo o la economía con la lucha contra amenazas externas, creando un vínculo emocional que trasciende la economía real.
El votante no solo apoya a un partido: se siente parte de una cruzada.
El CIS confirma que esta estrategia no es una moda pasajera.
En Francia, el Frente Nacional pasó de ser marginal a dominar en regiones obreras donde antes la izquierda arrasaba.
Allí, la inmigración y la identidad nacional desplazaron del debate los salarios bajos y la precariedad.
En España, Vox adapta el guion: sustituye la inmigración musulmana por la latinoamericana y africana, el independentismo como enemigo interno, y el rechazo a los “privilegios” de minorías como gancho
cultural.
En lo económico, Vox no esconde un programa que favorece a las élites: bajadas de impuestos para los más ricos, recortes en gasto social, debilitamiento de sindicatos, eliminación de leyes de igualdad.
Sin embargo, estas medidas quedan sepultadas bajo capas de mensajes sobre orden, seguridad y soberanía.
El votante medio raramente lee la letra pequeña; lo que recuerda son las consignas.
La paradoja es brutal: los que más dependen de servicios públicos votando a un partido que planea recortarlos.
Pero en un escenario de frustración, las promesas emocionales ganan a las advertencias técnicas.
Vox explota esa brecha presentándose como “el que dice lo que piensa”, en contraste con la comunicación calculada de la izquierda.
Esa franqueza, real o teatral, se convierte en un valor en sí misma.
Otro elemento que alimenta su ascenso es la crisis de relato de la izquierda.
En lugar de un mensaje unificador, los partidos progresistas dispersan su discurso en múltiples causas, algunas percibidas como alejadas de la realidad inmediata.
Mientras tanto, Vox condensa su oferta en tres frases fáciles de repetir: “Primero los españoles”, “Cerrar fronteras”, “Mano dura contra el delito”.
La simplicidad es una ventaja cuando el tiempo de atención es corto y la política compite con el entretenimiento.
La cobertura mediática juega un papel clave.
Cada intervención incendiaria de Vox, por más cuestionada que sea, circula en televisión, prensa digital y redes, alcanzando a millones.
En un entorno donde la viralidad importa más que el análisis, esta exposición constante es un combustible electoral de primer nivel.
El voto a Vox en estos sectores no siempre implica adhesión plena a su ideología.
En muchos casos es un voto de protesta, una forma de “probar algo distinto” ante la inercia de los gobiernos.
Este voto es volátil, pero peligroso: si no hay alternativas visibles, puede consolidarse.
La izquierda tiene un reto mayúsculo.
No basta con advertir del riesgo de la ultraderecha.
Hay que volver a pisar las calles, escuchar de forma activa, ofrecer soluciones visibles y comunicar en un lenguaje directo.
Sin esa reconexión, el vacío lo seguirá llenando Vox.
La experiencia internacional demuestra que revertir esta tendencia es posible, pero requiere una ofensiva política y cultural.
Portugal es un ejemplo reciente: el Partido Socialista recuperó zonas vulnerables con políticas sociales ambiciosas y un discurso claro contra la extrema derecha.
En España, reforzar servicios públicos, regular la vivienda, mejorar salarios y comunicarlo de forma constante sería un primer paso.
El peligro de ignorar esta dinámica es que Vox se afiance como “partido del pueblo” mientras impulsa políticas que benefician a las élites.
Si eso ocurre, la contradicción dejará de ser evidente para gran parte del electorado.
La batalla por el voto popular ya no es ideológica en exclusiva: es también cultural, simbólica y emocional.
Y hoy, en todos esos frentes, Abascal avanza sin freno.
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