🔥 “Esperpéntico”: El adjetivo que destruye a Felipe González y lo deja fuera del PSOE moderno
Felipe González, una vez ícono indiscutible del socialismo institucional, ha sacudido nuevamente el tablero político español.
En una entrevista reciente con Carlos Alsina, el expresidente del Gobierno declaró sin ambigüedades que no votará al PSOE debido a su rechazo frontal a la ley de amnistía.
Lejos de ser un gesto de crítica constructiva, sus palabras han sido recibidas como una traición interna, un torpedo lanzado desde dentro del propio barco.
Pero lo más demoledor no vino del Gobierno, ni siquiera de la dirección socialista actual, sino de una sola palabra lanzada desde la trinchera del periodismo comprometido: “esperpéntico”.
Fue Gorka Landaburu, periodista vasco con décadas de trayectoria en la defensa de la democracia, quien usó el término que ha retumbado en todo el ecosistema político.
“Esperpéntico” no es una palabra cualquiera.
En la tradición literaria española describe una distorsión grotesca de la realidad, una figura caricaturesca que genera tanto risa como tristeza.
Aplicarla a Felipe González no es solo un juicio moral, es una sentencia cultural.
Un veredicto que pone fin al mito y lo baja del pedestal.
Lo que Landaburu no dijo con rabia, lo dijo con decepción.
Para él y muchos otros, la intervención de González no representa valentía ni coherencia, sino un acto desleal y fuera de tiempo.
Y no está solo.
Luis Yáñez, histórico dirigente socialista y amigo personal de González, también ha manifestado públicamente su desconcierto.
Dice no reconocer ya a quien fue su compañero de lucha.
Lo acusa, sin rodeos, de haber perdido el norte.
Porque atacar al PSOE justo cuando el Tribunal Constitucional valida la ley de amnistía y Pedro Sánchez afianza su liderazgo internacional no es opinión: es sabotaje.
El problema no es que Felipe González disienta.
El problema es cómo y cuándo lo hace.
Su discurso, enmarcado en una supuesta defensa del Estado de derecho, omite convenientemente su propio historial: los indultos al 23F, su complicidad con la guerra sucia contra ETA, sus pactos con
nacionalistas y su paso por los despachos del poder económico tras dejar la política.
Gorka Landaburu no lo dice abiertamente, pero su palabra lo insinúa todo: esto no es integridad, es nostalgia degenerada.
Es el espectáculo grotesco de alguien que no soporta haber dejado de ser el protagonista.
Y mientras González habla, Pedro Sánchez calla.
El presidente del Gobierno ha optado por una estrategia calculada: ignorar el ataque y seguir gobernando.
Es un silencio cargado de significado.
No necesita responder a González para vencerlo.
Cada logro en Europa, cada respaldo institucional, cada dato económico favorable contrasta con el ruido inútil de un expresidente que ya no representa más que su propia frustración.
La crítica de Landaburu se ha convertido en catalizador de un malestar extendido.
Muchos militantes jóvenes del PSOE, que no vivieron el felipismo, no se sienten identificados con sus valores ni con su discurso.
Para ellos, Felipe González es hoy más un símbolo del pasado que un referente moral.
Y cuando ese pasado vuelve, no lo hace con sabiduría sino con arrogancia, el rechazo es inmediato.
Su figura ya no une: divide.
No representa la memoria del partido, sino su sombra.
En las redes sociales, la palabra “esperpéntico” se convirtió en trending topic.
Cientos de usuarios replicaron el juicio de Landaburu.
“Qué pena da”, “no queda nada del estadista”, “otro que no soporta no ser el centro de atención”, decían los mensajes.
El sentimiento común es demoledor: González ya no inspira respeto, sino vergüenza ajena.
Se ha convertido en el abuelo gruñón que interrumpe la fiesta con reproches desubicados, sin darse cuenta de que ya nadie lo escucha.
Pero la situación es más grave que una simple crisis de imagen.
Al alinearse discursivamente con el Partido Popular y hasta con Vox en su rechazo frontal a la ley de amnistía, González ha cruzado una línea que lo separa definitivamente del progresismo actual.
Su voz, antes símbolo de diálogo, es hoy eco de la oposición más feroz.
Y eso, en el contexto de una España polarizada, es dinamita pura.
Landaburu lo sabe bien.
Su trayectoria cubriendo procesos de reconciliación le ha enseñado el poder –y el peligro– de las palabras.
Por eso su juicio pesa.
Porque no es un insulto gratuito, sino un diagnóstico certero.
González no es un crítico razonable, es un espectro desubicado que aparece para destruir y no para construir.
No acepta que el PSOE haya evolucionado.
No tolera que su legado ya no sea el centro del relato.
La paradoja es brutal.
El hombre que encarnó la modernización de España hoy representa la desconexión con el presente.
El estratega de la transición ahora es citado por quienes quisieron acabar con su obra.
El defensor de la democracia se alinea, voluntaria o no, con los que la deslegitiman.
Y todo por no saber retirarse a tiempo.
Este episodio ha servido, además, para reivindicar el periodismo valiente y con memoria.
Mientras otros opinadores se pierden en equilibrios falsos, Gorka Landaburu dio un paso al frente.
Su palabra ha encendido una conversación necesaria: ¿qué hacemos con los líderes que ya no representan más que a sí mismos? ¿Cómo protegemos la democracia del cinismo de sus propios arquitectos?
Felipe González aún está a tiempo de guardar silencio y proteger lo que queda de su imagen.
Pero si sigue por este camino, su legado se reducirá a una colección de declaraciones ruidosas sin ningún impacto real.
En política, el pasado no otorga licencias infinitas.
Hay que saber cuándo bajarse del escenario.
Y cuando no lo haces, te conviertes en esperpento.
La crítica de Landaburu ha sido clara, directa y devastadora.
No habla desde el rencor, sino desde la memoria.
Y lo que nos deja es una lección poderosa: en democracia, no basta con haber sido.
Hay que seguir siendo.
Y hacerlo con respeto, con responsabilidad y con una profunda conciencia del lugar que uno ocupa.
Porque si no, la historia no te recuerda como el gran estadista… sino como el último que no entendió que ya no era necesario.
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