💥 “El grito que nadie quiso oír: Joaquín Prat enfrenta al Congreso en la sombra de los cadáveres olvidados” 🕳️
Las botas llenas de barro y los monos empapados de desesperación quedaron en la puerta del Congreso.
Nadie los recogió.
Nadie salió.
Nadie.
El silencio fue ensordecedor.
Joaquín Prat, junto a Maite y Yolanda, llegaron con la esperanza de ser escuchados, de encontrar una reacción humana ante el desastre que había arrasado con vidas, hogares y esperanzas en la Comunidad
Valenciana.
Lo que encontraron fue el vacío más absoluto.
Una escena que parecía sacada de una distopía, pero era la más cruda realidad: el Congreso cerrado emocionalmente, ausente moralmente, ciego voluntariamente.
Con los papeles firmados y el DNI sobre la mesa, Joaquín oficializó la entrega de miles de firmas.
No eran papeles, eran gritos.
Cada firma representaba una historia rota, una familia al límite, un negocio en ruinas.
Iban dirigidas a todos: a la presidenta del Congreso, a los portavoces, a todos los grupos parlamentarios.
Sin distinción.
Porque la tragedia no entiende de colores políticos.
Exigían una comisión.
Pero no una comisión cualquiera: una real, con dientes, con capacidad de actuar y de rendir cuentas.
Porque si esa comisión no se crea, si todo queda en el limbo institucional, entonces… ¿qué están escondiendo?
La respuesta fue demoledora: diciembre y enero son meses inhábiles.
Traducido: no trabajan.
Hasta febrero no habrá respuesta.
Mientras tanto, las víctimas siguen en el barro, literalmente.
Porque aún hoy, mes y medio después del desastre, hay cadáveres bajo coches abandonados, cuerpos atrapados en el lodo, como si la muerte también hubiera sido ignorada por el sistema.
El número 223 de fallecidos es una cifra que estremece, pero podría ser aún peor.
Algunos cuerpos podrían no estar registrados.
Personas sin techo, sin voz, sin nombre… y ahora, sin justicia.
Joaquín Prat lo dijo alto y claro en televisión: “Ahí está la sede de la soberanía popular”.
Pero en esa sede, 350 diputados decidieron mirar hacia otro lado.
Ninguno se dignó a salir, a ofrecer una palabra de consuelo, un compromiso mínimo.
Nada.
Y mientras tanto, en las calles, la otra cara de España: colas del hambre, vecinos que se abrazan en la tragedia, lágrimas secas por tanto llorar.
Gente que lo ha perdido todo y aún tiene la entereza de dar las gracias.
¿Dónde están las ayudas? ¿Dónde están los millones prometidos?
Basta con caminar por Paiporta, epicentro del desastre, para entender que lo que vivimos no es un evento aislado, es una catástrofe nacional.
Calles cubiertas de lodo, coches incrustados en palmeras, montañas de basura sin recoger.
Y lo peor: cadáveres aún apareciendo.
El gobierno asegura que las ayudas están entregadas, pero la realidad grita lo contrario.
La rabia crece, la impotencia se encona.
Y cuando los periodistas intentan mostrar lo que sucede, también son silenciados.
Ayer mismo, Nacho —un reportero valiente como pocos— fue interrogado por la Guardia Civil.
¿Su crimen? Grabar en una “zona de riesgo”.
¿Pero cuál es el verdadero riesgo? ¿El barro… o la verdad? Lo identificaron, lo presionaron, pero resistió.
Como tantos otros que no se rinden.
Porque ya no es solo una cuestión de supervivencia: es una cuestión de dignidad.
Lo más alarmante llegó con la denuncia en el programa de Iker Jiménez: militares dedicados no a limpiar, no a rescatar, no a reconstruir… sino a vigilar a los periodistas.
Un ejército no al servicio del pueblo, sino del silencio.
¿Esa es la prioridad? ¿Ese es el país que tenemos? Un país donde se controla quién graba, pero no quién sufre.
Joaquín, Maite, Yolanda… y cientos de personas más, siguen adelante.
El frío, el hambre y la desesperanza no los detienen.
Porque hay algo más fuerte que todo eso: la verdad.
Y esta verdad duele, molesta, incomoda.
Pero debe ser contada.
Las historias que se siguen escuchando desgarran el alma.
Personas que primero perdieron su casa en un incendio, luego su negocio con la Dana.
Que viven del último euro que les queda.
Que esperan ayudas que nunca llegan.
Que se preguntan cada mañana cómo sobrevivir un día más.
Y mientras tanto, el Congreso duerme.
Literalmente.
Esta no es una anécdota.
Es una herida abierta que sangra cada día.
Es un reflejo brutal de un sistema que se ha olvidado de su gente.
Pero algo ha cambiado: ya los vieron, ya saben quiénes son.
Son un ejército, no de armas, sino de dolor convertido en fuerza.
Y no se van a detener.
Porque la justicia no se mendiga, se exige.
Porque la dignidad no se pierde, se defiende.
Porque, aunque nadie los haya recibido en el Congreso, ya están en el corazón de millones.
Y ahora el país entero lo sabe.
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