Tras el funeral de Miguel Uribe, su

padre entre lágrimas reveló el último

secreto de su hijo. El padre de Miguel

Uribe parecía haberse convertido en

humo. Su llanto fue tan inconsolable que

traspasó cada telón del Capitolio. allí

en el salón elíptico del Congreso de la

Seguridad con francotiradores en funeral de Miguel Uribe

República, donde hoy, 13 de agosto de

2025 ocurre su velorio. Él lloraba sin

pausa y sus lágrimas hablaban por él.

Hijo, no te mueras. Por favor, no nos

dejes solos a mí, a tu esposa y a tus

Funeral de Miguel Uribe Turbay hoy 13 de agosto: así fue el entierro del precandidato presidencial en el Cementerio Central; familia dio último adiós

hijos, soylozó con una voz rota,

sostenida solo por el puñado de vida que

aún le quedaba. Ese amanecer se

convirtió en pesadilla para un hombre

que ya había vivido demasiado dolor. El

señor Miguel Uribe Londoño ha enfrentado

En vivo: Funeral de Miguel Uribe Turbay hoy 13 de agosto en Bogotá

tragedias que desgarran el alma. Perdió

a su esposa, la periodista Diana Turbai,

hace más de tres décadas en

circunstancias violentas y ahora ve

partir a su único hijo, el senador

Miguel Uribe Turbai. Un hombre que lo

Funeral Miguel Uribe Turbay: resumen, discursos y cronología

protegía, lo hacía reír, que proyectaba

esperanza. Yace aquí y nada podrá llenar

ese hoyo que deja detrás. El salón

elíptico lleno de flores frescas y

corazones con la bandera colombiana se

Dónde y a qué hora será el entierro de Miguel Uribe | 360

ha transformado en un templo de duelo.

Entre la lluvia que golpea los

ventanales y el murmullo solemne de

periodistas y figuras políticas, este

padre se ha quedado suspendido en su

desesperación allí frente al ataut

cubierto con la bandera que él mismo

ayudó a ondear algún día en público. Tú

me dijiste que todo estaría bien. ¿Por

qué tuviste que irte ahora? Continúa con

la voz quebrada. Esa pregunta retumba en

el recinto. Nadie se atreve a

contestarle porque no hay respuesta.

Solo un silencio doloroso que se parece

demasiado a la soledad. La esposa de

Miguel, María Claudia Tarazona, está a

su lado con el rostro irreconocible por

el llanto. Sus dedos buscan las manos de

Miguel como si tocarlo pudiera

despertarlo.

Sus tres hijas, una de ellas apenas

niña, observan con ojos enormes que ya

entienden que el mundo, como lo

conocían, se terminó en silencio. Los

reporteros captan cada lágrima de Uribe

Londoño, cada paso tembloroso, cada

mirada perdida. Este hombre que fue

pilar de su familia y símbolo de

resistencia en la política hoy es una

ruina humana. Un padre que se pregunta

cómo vivir sin su hijo. Las cámaras

registran el instante en que suspira.

¿Para qué seguir? Murmura sin mayor

fuerza para sostener su pregunta. Sin

ellos, yo ya no sé quién soy. Y así

arranca esta historia. con un padre

desgarrado por el luto más intenso en

una ceremonia nacional que intenta ser

solemne mientras su corazón se rompe en

mil pedazos. Este es solo el comienzo,

como sigue la investigación, como el

país intenta recomponerse, lo que

viviremos hoy es apenas el preludio de

un dolor imposible de contener. El

féretro de Miguel Uribe permanece ahí

como si aún hubiera una esperanza

absurda de que respirara, de que su

pecho volviera a levantarse una vez más.

El padre, con el rostro empapado en

lágrimas apenas podía sostenerse en pie.

Las manos de algunos familiares

intentaban mantenerlo firme, pero su

cuerpo temblaba con cada sollozo. Las

flores blancas que rodeaban el atau

despedían un aroma suave, pero en aquel

momento incluso la fragancia parecía

amarga.

Y en medio de ese silencio quebrado por

llantos, la voz del padre volvió a

romperlo todo. Hijo, ¿por qué te fuiste

así? No nos dejes solos tú. esposa, tus

hijos. La voz se le cortó. Yo hubiera

dado mi vida mil veces antes que ver

esto. Un silencio sepulcral llenó la

sala velatoria. Algunos apartaron la

mirada, incapaces de sostener aquella

imagen de un hombre destruido por

dentro. El padre acarició la frente fría

de su hijo y cada gesto parecía un adiós

que se negaba a aceptar. Los recuerdos

le golpeaban como ráfagas. El primer día

que lo vio caminar, el día que lo llevó

de la mano al colegio, la vez que se

desvelaron juntos arreglando una

bicicleta vieja, y ahora allí estaba

inmóvil en una tud que jamás debería

haber sido suyo. La madre de los nietos

de aquel hombre estaba sentada en una

esquina abrazando a los pequeños. Ellos,

confundidos, miraban a su abuelo y luego

al cuerpo de su padre, sin entender del

todo la magnitud de la pérdida. El

llanto del padre de Miguel se hacía cada

vez más profundo, como si de su garganta

no salieran palabras, sino trozos de

alma rota. Alguien intentó acercarse

para ofrecerle un vaso de agua, pero él

no lo aceptó. No quería apartarse, no

quería moverse ni un solo centímetro de

su hijo. Sus manos ásperas y envejecidas

permanecían sobre el ataud, aferrándose

como si pudiera evitar que se lo

llevaran. Sabía que en cuanto el féretro

se cerrara, esa sería la última vez que

vería su rostro y esa idea lo

destrozaba. El sacerdote, con voz suave

comenzó a recitar unas palabras de

consuelo, pero el padre no escuchaba.

Sus oídos solo reconocían el silencio de

su hijo, el silencio más cruel que había

conocido. Se inclinó, acercó sus labios

a la frente de Miguel y susurró algo que

nadie más pudo oír. Palabras que

guardaría solo para él y para el hijo

que ya no estaba.

En un rincón, un amigo cercano de Miguel

comenzó a relatar anécdotas intentando

rendir homenaje a su vida. Habló de su

generosidad, de cómo siempre estaba

dispuesto a ayudar, de las veces que

había dejado sus propios problemas para

solucionarlos de otros. Y con cada

historia, el padre se sentía orgulloso,

pero al mismo tiempo el dolor crecía,

porque cada virtud recordada era una

razón más para lamentar que el mundo lo

hubiera perdido tan pronto. La tarde

avanzaba y los rayos de sol se colaban

por las ventanas, tiñiendo de dorado las

lágrimas que caían sobre el piso. El

padre, exhausto, se dejó caer en una

silla, pero sus ojos no se apartaban del

féretro.

Respiraba entrecortado, como si cada

inhalación fuera una batalla contra el

vacío que lo devoraba. En su mente

resonaban las últimas conversaciones que

tuvo con su hijo y se maldecía por no

haber dicho más, por no haber abrazado

más, por no haber sabido que ese día

estaba tan cerca. Cuando llegó el

momento de cerrar el ataud, el padre se

levantó con dificultad, se apoyó en el

borde, acarició una vez más el rostro

frío de Miguel y murmuró con voz

quebrada, “Te llevas mi corazón contigo,

hijo, y no sé cómo seguiré viviendo sin

él.” La madera se cerró lentamente y el

sonido de los cerrojos retumbó como un

trueno en el silencio de la sala. Los

presentes bajaron la cabeza, algunos

llorando en silencio, otros secando las

lágrimas con las mangas.

El padre sintió que aquel sonido era la

sentencia final y en su interior algo se

rompió para siempre. Una brisa extraña

recorrió el lugar. Los pétalos de las

flores se movieron levemente y algunos

juraron sentir un escalofrío. El padre,

en medio del cortejo, apretaba los

dientes, intentando contener un llanto

que ya no podía controlar. Avanzaba

despacio, como si cada paso fuera un

peso imposible de levantar. Y así, entre

rezos, llantos y un silencio que pesaba

más que las campanas que repicaban a lo

lejos, comenzó el último viaje de Miguel

Uribe hacia el campo santo. Un camino

que el padre recorrió con el alma

desgarrada, sabiendo que al llegar

tendría que enfrentar el momento más

doloroso de su vida, dejar a su hijo en

la tierra para siempre. El ataud seguía

cerrado. Aún no lo bajaban a la tierra,

pero ya la atmósfera olía a despedida.

Afuera, el cielo de Bogotá se había

cubierto de un gris espeso, como si

incluso el clima se resistiera a

presenciar el momento más doloroso para

la familia Uribe. Los presentes,

vestidos de negro permanecían en un

silencio sepulcral, roto solo por los

soyozos que brotaban de los rincones del

salón de velación. Miguel Uribe Londoño,

el padre, estaba sentado en una silla

junto a la cabecera del féretro. No se

movía. Parecía una estatua, pero sus

hombros temblaban de vez en cuando,

delatando que por dentro una tormenta de

dolor lo estaba destrozando.

Frente a él, un ramo de lirios blancos

que alguien había dejado se marchitaba

lentamente como si también estuviera de

luto. “Hijo,” susurró de pronto con la

voz quebrada. “tú no nos podías dejar,

no así, no ahora.” Su mirada se perdió

en el barniz oscuro de la tud como si

quisiera atravesarlo para volver a ver

el rostro de Miguel para decirle lo que

tantas veces no pudo decirle en vida. El

recuerdo de su esposa fallecida hacía

años lo golpeó de lleno. En aquel

entonces había sentido que el mundo se

derrumbaba, pero de alguna forma

encontró fuerza para seguir por sus

hijos. Ahora, en cambio, el peso de la

pérdida lo arrastraba a un abismo sin

fondo. “Primero tu madre y ahora tú!”,

murmuró para sí mientras apretaba con

fuerza un pañuelo empapado en lágrimas.

Detrás de él, la voz suave de un

sacerdote se mezclaba con el murmullo de

los asistentes. El religioso hablaba

sobre el consuelo de la fe, pero el

padre apenas escuchaba. La realidad le

estaba gritando demasiado fuerte. Su

hijo ya no respiraba. Su silla en la

mesa familiar quedaría vacía para

siempre. La última conversación que

nunca imaginó. Un primo cercano se

acercó y puso una mano en su hombro.

Tío, tienes que ser fuerte. Miguel

Londoño levantó la cabeza y lo miró con

unos ojos rojos hinchados, casi

irreconocibles.

Fuerte, repitió. ¿Cómo se es fuerte

cuando entierras a tu propio hijo? Dime

cómo. Su voz resonó en la sala y varias

personas agacharon la cabeza conteniendo

sus propias lágrimas.

Recordó entonces como una puñalada la

última conversación que había tenido con

Miguel Uribe Turbay apenas unos días

antes. Hablaban sobre el trabajo, sobre

los planes que tenía para el futuro,

sobre su esposa María Claudia y sus

hijos. Nunca pensé que esas serían tus

últimas palabras para mí, hijo. Nunca

imaginé que te estaba escuchando por

última vez, pensó sintiendo un nudo en

la garganta. Un dolor que atraviesa

generaciones. La sala estaba llena. Pero

todos guardaban un respeto absoluto.

Algunos familiares recordaban la vida

pública y la carrera política de Miguel

Uribe. Otros hablaban en voz baja sobre

su carácter amable, sobre cómo siempre

saludaba a todos, sobre su risa franca.

Sin embargo, el padre apenas podía

procesar esos comentarios. En su mente,

la figura de su hijo seguía viva con una

sonrisa que ahora parecía inalcanzable.

De pronto se acercó María Claudia

Tarazona, la esposa de Miguel.

Sus ojos estaban hinchados y su rostro

mostraba el mismo dolor insondable. Se

arrodilló junto al suegro y, sin decir

palabra, lo abrazó. El padre sintió que

ese abrazo era la confirmación de que no

estaba solo en la tragedia, pero también

de que ahora tenía una misión, cuidar de

ella y de los hijos que su hijo había

dejado. “Prometo que no les faltará

nada”, susurró él con un hilo de voz.

“Lo juro por tu padre.” El instante en

que el silencio se hizo eterno, la

ceremonia religiosa avanzaba. El

sacerdote, con voz pausada, pidió que

todos se tomaran de las manos para una

oración final. El padre se levantó con

dificultad. Su cuerpo parecía más viejo

de lo que realmente era. Se acercó al

féretro, puso ambas manos sobre la

madera y cerró los ojos. Hijo, si me

estás escuchando, dijo con la voz

quebrada, cuida a tu madre allá donde

estés y espérame, porque yo yo no

tardaré en buscarte. El ambiente se

volvió aún más pesado. Afuera, una

llovizna fina comenzó a golpear los

ventanales del salón. La lluvia parecía

acompañar las lágrimas de todos los

presentes. Un periodista que había

logrado entrar para cubrir el funeral se

mantenía a distancia captando imágenes.

El lente de su cámara se empañaba por la

humedad del ambiente y por el impacto

emocional de lo que estaba registrando.

No era solo una cobertura, estaba

presenciando un momento de dolor

irrepetible. Aún no era el momento de

llevar el cuerpo al cementerio, pero

cada palabra pronunciada, cada gesto y

cada lágrima parecían estar grabando el

adiós en el alma de todos. Miguel Uribe

Londoño permaneció junto a la tauda

hasta que el sacerdote dio por terminada

la ceremonia de esa jornada. Antes de

que la sala quedara vacía, acarició una

última vez la madera. Te amo, hijo”,

susurró tan bajo que apenas el mismo

pudo oírlo. Se giró y caminó lentamente

hacia la salida. Afuera, la lluvia

seguía cayendo. Cada paso que daba, le

recordaba que pronto tendría que vivir

el momento más difícil, ver como la

tierra cubría el féretro para siempre.

Pero eso sería mañana. Hoy el dolor

quedaba suspendido, atrapado en un salón

de velación donde todos habían sentido

que habían perdido un poco de sí mismos.

Mientras se alejaba, no dejó de pensar

que aunque la vida continuara para los

demás, para él algo esencial había

terminado. Y en lo profundo de su

corazón, sabía que jamás sanaría de esta

herida. El salón de velación permanecía

en un silencio pesado, roto solo por el

murmullo de las oraciones y el leve

chisporroteo de las velas. El padre

Miguel Uribe, con el rostro desencajado

por el cansancio y la pena, apenas

levantaba la mirada. Frente a la TAUD,

las coronas de flores comenzaban a

marchitarse como si incluso la

naturaleza se doblegara ante la

tragedia. En medio de esa atmósfera

asfixiante, un hombre de bata blanca

cruzó la puerta principal. Algunos lo

reconocieron al instante. Era el doctor

que había estado al lado de Miguel desde

aquel 7 de junio, el día en que un

sicario le disparó a quemarropa en la

cabeza. se acercó lentamente y antes de

hablar miró a todos con un gesto serio,

como quien lleva sobre los hombros un

peso que no puede seguir guardando. Su

voz quebrada comenzó a narrar lo que

hasta ese momento solo unos pocos

sabían. Yo estuve allí desde que lo

ingresaron”, dijo. Lo trajeron en estado

crítico. La bala había entrado por el

lado izquierdo de la cabeza y aunque

logramos estabilizarlo, sabíamos que su

vida pendía de un hilo. Desde ese día,

Miguel permaneció en coma y cada jornada

en la unidad de cuidados intensivos fue

una lucha contra lo inevitable. El padre

bajó la cabeza aferrando con fuerza el

borde de la tud mientras las palabras

del médico se clavaban en cada persona

presente. Durante semanas, continuó el

doctor, monitoreamos cada respiración,

cada leve cambio en su presión. El 7 de

junio marcó el inicio de una agonía

silenciosa, una batalla que el libró sin

abrir los ojos, pero que todos sentimos.

Había días en los que parecía mejorar y

de repente las complicaciones aparecían.

Fiebre alta, presión inestable,

convulsiones.

El silencio en la sala era absoluto.

Nadie se movía. El doctor tomó aire como

si las próximas palabras fueran las más

difíciles de pronunciar. El 10 de

agosto, su cuerpo comenzó a dar señales

de que no podía más. El daño neurológico

era irreversible. Esa noche, a las 11:47

de la noche sufrí la peor llamada que un

médico puede hacer. Llamé a su padre

para advertirle que debían venir porque

tal vez no amaneciera. Un nudo de dolor

recorrió el ambiente. Algunos familiares

no pudieron contener las lágrimas. El 11

de agosto a las 1:56 de la madrugada,

sus constantes vitales comenzaron a

descender rápidamente.

Lo rodeamos, le administramos todo lo

posible para sostenerlo, pero el doctor

tragó saliva. En sus últimos segundos,

su corazón latía cada vez más despacio

hasta que se detuvo. El padre de Miguel

se llevó las manos al rostro y la sala

entera sintió ese instante como un golpe

seco. El doctor respiró hondo y agregó,

“Lo más duro no fue verlo partir, sino

saber que todo este tiempo él estuvo

atrapado en un silencio absoluto. Nunca

sabremos si escuchaba nuestras voces o

si sintió nuestras manos. Pero quiero

que sepan algo, hasta el último momento,

Miguel no estuvo solo. Yo estuve ahí y

vi como, a pesar de la herida, su cuerpo

luchó durante más de dos meses por

seguir viviendo. Eso no lo hace

cualquiera. Un escalofrío recorrió la

sala. La gente se miraba entre sí,

comprendiendo la magnitud del

sufrimiento que Miguel había soportado.

El doctor se inclinó frente a la Taudi

con un hilo de voz. dijo, “Perdón,

perdón, porque la medicina no pudo más.”

El padre se levantó lentamente, caminó

hacia él y, en lugar de reproches, lo

abrazó con fuerza. Nadie habló, nadie se

movió. La única verdad que flotaba en el

aire era que la historia de Miguel Uribe

había terminado en la madrugada de aquel

11 de agosto, pero el eco de su

resistencia viviría para siempre en

quienes lo amaron. La velación continuó,

pero ahora todos miraban el ataud con

otros ojos. Ya no era solo la imagen de

un joven que había muerto en un

atentado, sino la de un hombre que aún

inconsciente había peleado hasta el

último latido.