Los gritos fueron desgarradores. Así lo
dijeron los testigos. Así lo confirman
los sobrevivientes de la carretera
[ __ ] Así lo llora el mundo del
fútbol. Porque esa madrugada Diogo J y
su hermano André no murieron de
inmediato. No fue un choque que los
arrancó de este mundo de un solo golpe.
No. Ellos gritaron, suplicaron,
golpearon los vídeos, quisieron salir de
un infierno en llamas y nadie pudo
sacarlos a tiempo. Todo empezó con un
rugido de motor que partió la noche como
un cuchillo. Un Lamborghini Urus negro
devorando kilómetros de la A52. La ruta
solitaria que conecta Zamora con la
frontera de Portugal. No había prensa,
no había fans, no había escoltas, solo
Diogo, André y la oscuridad. Horas
antes, Diogo se negaba a volar. La
cirugía en el pulmón se lo impedía. No
puedo volar. Voy por tierra”, dijo.
Nadie imaginó que esa decisión lo
llevaría directo a una tumba de fuego.
Eran las 12:40 del mediodía cuando
Martín Castaño, camionero curtido de
noches en la ruta, escuchó el estruendo.
Primero un chillido seco, el neumático
trasero izquierdo reventando a más de
140 km/h.
Después el golpe seco contra un
Terraplen. Pero lo que lo persigue hasta
hoy no es el choque, son los gritos. Los
escuché. dijo Martín. Dos voces, dos
hermanos pidiendo ayuda como niños
perdidos en la noche. Cuando corrió, vio
el Lamborghini destrozado, la carrocería
doblada, el motor empezando a arder. Las
luces de posición parpadeaban como
luciérnagas moribundas y adentro ellos
estaban vivos. André, abre la puerta. No
puedo salir. Me quemo, hermano. Sácame.
Ayúdame. Ayúdame, gritaba el otro. Los
testigos corrieron con piedras,
palancas, extintores. Nada funcionó. El
cristal blindado resistió como una
celda. Las llamas se hicieron gigantes.
Cada chispa era un latigazo. Martín y
otros dos camioneros golpearon,
sangraron los nudillos, rompieron la voz
gritando sus nombres, pero el fuego
siempre fue más rápido. Algunos juran
que escucharon una súplica final. No me
dejes, André, no me dejes. Luego el
silencio ardió junto a sus cuerpos.
Dicen que el fuego no explotó de
inmediato. El coche ardió desde atrás
como si alguien hubiera regado gasolina
invisible. El depósito no reventó al
instante. Las cámaras de seguridad de
peaje muestran que un coche negro los
seguía. Demasiado cerca, demasiado
casual. Fue solo un reventón de
neumático. ¿Por qué la caja negra
digital se reinició justo después del
choque? ¿Por qué el celular de Diogo
nunca apareció? ¿Por qué el GPS interno
fue borrado? El club Liverpool amaneció
con la noticia como una bomba. Diogo J
ha muerto en un accidente
automovilístico junto a su hermano. Los
titulares repetían la versión oficial,
exceso de velocidad, neumático
defectuoso, muerte instantánea.
Pero Martín Castaño se plantó frente a
las cámaras locales con la mirada rota y
los antebrazos vendados por quemaduras.
No murieron al instante. Gritaron,
estaban vivos, pedían ayuda. Nadie pudo
sacarlos porque el fuego nos lo
arrebató. Esa curva ahora se llama la
curva del grito. Cada noche camioneros
apagan la radio y suben la ventana.
Dicen que si bajas la marcha escuchas
algo. Un susurro que se rompe en un
chillido. Ayúdame, hermano. Sácame de
aquí. No es leyenda urbana, no es un
rumor. Son ecos de un secreto maldito.
Diogo J. y André no murieron solos,
murieron gritando y sus voces, dicen los
vecinos de Cernadilla, aún queman el
viento. Velas, camisetas, flores, un
mensaje escrito en la barrera de metal.
Aquí no murieron, aquí los dejaron
morir. Los gritos fueron desgarradores,
lo repiten todos, lo niega nadie. El eco
de los gritos de Diogo J y su hermano
aún retumba entre la niebla de la A52.
A la mañana siguiente, cuando el humo
negro seguía dibujando fantasmas en el
cielo de Zamora, llegaron los primeros
peritos, los agentes de tráfico, los
bomberos que no durmieron esa noche. Lo
que encontraron era un escenario digno
de pesadilla, un Lamborghini Urus
reducido a un cascarón retorcido y dos
cuerpos calcinados que seguían abrazados
al volante y al asiento del copiloto.
Pero lo que más heló la sangre de los
rescatistas no fueron los restos. Fue la
evidencia de que esos hombres gritaron,
pelearon por su vida, golpearon los
cristales hasta sangrar sus manos y
nadie pudo abrir la puerta. Martín
Castaño, el camionero que intentó
salvarlos, regresó con vendas frescas en
sus dedos. Las cámaras de la Guardia
Civil lo grabaron declarando con voz
quebrada. Ellos no murieron rápido,
estaban vivos. Yo vi el fuego, pero
antes vi sus ojos. Había miedo, hermano.
Había esperanza. Ellos creían que podían
salir, pero ¿por qué no pudieron? El
Lamborghini Urus 2022 tenía un sistema
automático de apertura de puertas en
caso de colisión. Tenía cámaras internas
que graban cada movimiento. Tenía un GPS
de última generación que deja un
registro de cada metro recorrido. ¿Por
qué estaba todo apagado? El informe
técnico preliminar señala que la caja
negra digital del vehículo se reinició
exactamente 2 minutos después del
impacto. 2 minutos en los que Diogo y
Andrés seguían vivos gritando. Y el
celular nadie lo encontró, ni el suyo ni
el de su hermano. Entre los restos solo
aparecieron partes del chasis, unas
llaves fundidas y una cadena de plata.
El bombero David Zambrano, uno de los
primeros en remover la carrocería, juró
en voz baja frente a sus compañeros.
Vi un iPhone bajo el asiento. Tenía la
funda roja del Liverpool. Lo toqué.
Cuando volví para reportarlo, ya no
estaba. Las cámaras de vigilancia de la
autopista muestran que un coche negro
sin placas visibles iba pegado al
Lamborghini. Algunos lo llaman
coincidencia, otros persecución. Damián,
un joven trabajador de mantenimiento,
grabó un vídeo que se volvió viral en
TikTok. No lo puedo demostrar, pero juro
que vi un coche detrás de ellos casi
tocándoles el parachoques.
No intentó adelantar nunca. Los iba
siguiendo. Cuando me adelantaron, sentí
un escalofrío. Ese testimonio encendió
la chispa. ¿Fue un accidente o alguien
los estaba cazando? Los fans de Diogo J
devastados llenaron la curva de flores y
velas. Cada frase escrita con marcador
sobre la barrera de seguridad es un
puñal para su familia. Aquí no murieron,
aquí los dejaron morir. Alguien apagó
las cámaras. Queremos la verdad.
Mientras tanto, el club Liverpool
publicó un comunicado oficial lleno de
condolencias, pero ni una palabra sobre
los gritos, ni una mención del celular
desaparecido, ni un comentario sobre el
coche sospechoso.
La familia, sumida en un silencio que
duele más que 1000 palabras, pidió
respeto. Pero el pueblo no olvida los
gritos. El testigo Martín convertido en
héroe trágico, ha recibido mensajes de
odio. Algunos lo acusan de inventar todo
para hacerse famoso. Otros lo ven como
el último bastión de la verdad. Él
responde siempre lo mismo. No quiero
fama, quiero justicia. Si yo estuviera
mintiendo, ¿por qué mis brazos están
marcados? ¿Por qué mis sueños están
llenos de fuego y gritos? Ellos estaban
vivos. El segundo informe forense
concluyó algo tan escalofriante como
devastador. Diogo y su hermano murieron
por inhalación de humo y quemaduras
extensas. No por fracturas internas. Eso
significa una sola cosa. No murieron al
instante. Murieron quemándose, gritando,
rogando salir. ¿Por qué no se detuvo
nadie más? ¿Por qué tardaron más de 20
minutos en llegar los bomberos? ¿Por
qué? Cuando Martín golpeaba el cristal
blindado con una barra de hierro, nadie
lo ayudó a reventar el maldito coche.
Las redes hierven. Cada nuevo vídeo,
cada nuevo testimonio, cada teoría de
conspiración se suma a la tormenta. Hay
quienes aseguran que Diogo recibió
mensajes amenazantes días antes del
viaje. Un amigo cercano filtró que Diogo
estaba preocupado. Otros dicen que la
cirugía reciente en su pulmón lo tenía
vulnerable, pero no indefenso. Que si se
subió al coche fue porque alguien lo
empujó a hacerlo. Mientras tanto, en la
curva del grito, cada noche aparecen
nuevas velas.
Un hombre anónimo dejó una carta clavada
en la barrera. Diogo, perdona a este
mundo podrido. Nadie escuchó tus gritos.
Ahora todos los escuchamos en la
memoria. Y entre todo este mar de
preguntas y lágrimas, la única certeza
es la misma que retumba como eco en la
garganta de Martín. Los gritos fueron
desgarradores y el fuego más rápido que
la salvación. Dicen que no hay peor
infierno que quemarse vivo. Pero lo que
ocurrió aquella madrugada en la curva
traicionera de la A52 no fue un
accidente cualquiera. Fue un grito que
partió la noche y dejó cicatrices en
todos los que lo escucharon. Martín
Castaño lo ha repetido en cada
entrevista. Estaban vivos y no fue el
choque lo que los mató, fue el fuego,
fue el tiempo que se perdió. Fue esa
[ __ ] puerta que nunca se abrió. Los
vecinos de Cernadilla, que hasta hace
una semana apenas sabían quién era Diogo
J, hoy viven con miedo. Miedo porque
nadie entiende como un Lamborghini Urus
último modelo con todos los sistemas de
seguridad pudo fallar de esa forma tan
perfecta. Miedo porque nadie explica
como la caja negra se reseteó sola.
Miedo porque el celular que guardaba los
últimos mensajes de Diogo nunca
apareció. Hay un rumor que quema más que
las llamas, un rumor de que ese celular
contenía una nota de voz, una confesión,
una pista de que Diogo J temía por su
vida. Si algo me pasa, no fue un
accidente. Así dicen que empezaba. Nadie
tiene la grabación, pero todos la
repiten, porque cuando la verdad es
incómoda se filtra en susurros. Mientras
tanto, la curva del grito se ha
convertido en un santuario macabro.
Velas, camisetas del Liverpool empapadas
por la lluvia gallega, bufandas
portuguesas, banderas, peluches
quemados, pero también carteles,
carteles con preguntas que duelen más
que cualquier homenaje. ¿Quién apagó las
cámaras? ¿Por qué cerraron los archivos
del coche? ¿Dónde está el celular de
Diogo? Hay flores, sí, pero hay rabia.
Rabia en cada testigo que se quedó mudo
esa noche. Rabia en cada seguidor que
lee los partes oficiales y siente que
faltan páginas enteras. La Guardia Civil
insiste. Accidente mecánico. Los
bomberos dicen, se hizo lo que se pudo.
Pero Martín, con los brazos aún marcados
por las quemaduras leves, no se calla.
No era un incendio normal. Era como si
alguien hubiera echado gasolina en la
cabina. No sé cómo explicarlo. Vi fuego
salir de la parte trasera de golpe.
Ellos gritaban. Yo golpeaba el cristal y
sentía que me quemaba por dentro. Una
vecina Ainoa, que vive a 500 m de la
curva asegura que escuchó gritos humanos
mezclados con un zumbido eléctrico. Los
peritos revisaron los postes de luz
cercanos, pero nada. Sin registros de
sobrecargas, sin cámaras funcionando.
Coincidencia o silencio comprado.
Mientras tanto, en opporto, la familia
de Diogo J. llora puertas adentro. Su
esposa, Rute Cardoso, ha pedido
privacidad, se ha encerrado, no ha
querido dar entrevistas, pero algunos
medios la señalan, alimentando teorías,
sabía algo? Recibió llamadas antes del
viaje. ¿Por qué Diogo no tomó un avión?
Porque todos saben que su operación de
pulmón le impedía volar. Sí, pero nadie
entiende por qué tomó esa ruta a esa
hora. Sin seguridad, sin aviso. Dicen
que alguien lo convenció. ¿Quién? Esa
pregunta arde como el fuego que lo
devoró. En las redes la rabia crece. Se
viralizó un vídeo de un joven mecánico
que asegura haber revisado el
Lamborghini días antes del choque. El
coche estaba perfecto, los frenos, los
sensores, la caja negra, todo estaba
bien. Si algo falló, fue manipulado
después. Pruebas. Ninguna, solo
palabras, pero para una multitud
hambrienta de respuestas basta. Los
comentarios son dagas. Lo vendieron, lo
persiguieron, lo dejaron morir. Queremos
saber quién apagó las cámaras. Que
entreguen el celular. Mientras tanto, el
club Liverpool prepara homenajes,
camisetas firmadas, brazaletes negros,
fotos gigantes de Diogo en la grada.
Pero entre flores y lágrimas, muchos
fanáticos sienten que las verdaderas
cenizas que dejó Diogo son preguntas que
queman la conciencia de todos. Martín
cada noche regresa a la curva, deja
flores frescas y se queda en silencio
como si esperara escuchar otra vez esos
gritos. A veces cierro los ojos y los
escucho y me pregunto quién decidió que
era mejor no salvarlos. Porque alguien
en algún lugar sabe toda la verdad y
aunque intenten borrarla, aunque
destruyan pruebas, aunque silencien
testigos, hay algo que nadie puede
apagar. El eco de dos hermanos gritando
entre las llamas. No hay noche que
apague el eco de dos hermanos gritando,
“¡Sácame!” Mientras el fuego los dev.
Quien lo escuchó lo sabe. Esas voces se
quedan metidas en la cabeza, martillando
los oídos cada vez que uno cierra los
ojos. Martín Castaño, aquel camionero
que detuvo su ruta para intentar
salvarlos, ya no duerme igual. Cada vez
que se acuesta, ve el destello de las
luces traseras del Lamborghini
saliéndose de la vía. Escucha ese
reventón seco del neumático y luego ese
rugido de fuego creciendo sin piedad.
Dicen que las llamas lo consumieron
todo, pero no pudieron quemar la duda
porque la gente no olvida que dentro de
ese coche Diogo J estaba vivo. Su
hermano André también gritaron,
golpearon los cristales, pidieron ayuda.
Nadie los sacó a tiempo. Lo más
escalofriante es lo que vino después. La
caja negra del coche borrada, las
cámaras apagadas, el celular
desaparecido, un coche negro sin placas
rondando antes del choque.
Coincidencias. La Guardia Civil cerró el
caso con la etiqueta más cómoda.
Accidente mecánico, velocidad excesiva,
neumático reventado. Pero para quienes
estuvieron ahí, eso es un insulto.
Porque no fue solo el destino, fue
abandono. Fue fuego que ardió demasiado
rápido. Fue la impotencia de verlos
quemarse vivos mientras sus gritos se
ahogaban tras los cristales blindados. Y
mientras el mundo habla de homenajes,
los que estuvieron aquella noche hablan
de silencio comprado. Martín lo dice sin
miedo. Vi cosas que no cuadran. Un coche
así no se quema tan rápido. Los sensores
debieron abrir las puertas. Todo estaba
bloqueado. No fue normal. Los rumores de
que Diogo planeaba revelar algo
encienden más la conspiración.
Tenía miedo, cuentan algunos amigos. No
quería tomar un avión porque decía que
alguien podía seguirlo. Por eso decidió
manejar de noche por esa autopista
vacía, confiando en la potencia de su
Lamborghini Urus, sin saber que ese
monstruo de metal sería su ata de lujo.
Las flores siguen llegando a la curva
del grito. Cada ramo, cada bufanda, cada
vela encendida es también un reclamo. No
solo por Diogo, sino por André, el
hermano que casi nadie menciona. Dos
vidas que se apagaron juntas, dos gritos
que salieron de la oscuridad como
cuchillas cortando la madrugada. Y
aunque el club Liverpool publique fotos
de despedida, aunque la familia guarde
silencio, la hinchada no perdona. En
redes sociales se filtran audios, se
comparten supuestos mensajes de
WhatsApp, se reviven fragmentos de
entrevistas donde Diogo dejaba ver su
cansancio, su frustración, sus secretos,
porque hay algo que no encaja. ¿Quién
borró la memoria del coche? ¿Dónde está
el celular? ¿Por qué se reiniciaron los
sensores? ¿Por qué la caja negra aparece
vacía? ¿Por qué se escucharon gritos
durante minutos y la ayuda tardó una
eternidad? La curva del grito se ha
convertido en un altar y en una herida
abierta. Cada noche Martín regresa y
deja flores. Algunos curiosos graban
videos para TikTok. Aquí fue, aquí
gritaban. Hay quien dice que al
amanecer, entre la bruma se escuchan
voces. Un ayúdame lejano que estremece.
Cuentos de carretera murmuran los
escépticos. Pero los que estuvieron ahí
no se ríen. Una señora mayor que vive en
la granja cercana lo resume con un
temblor en la voz. No escuché un choque,
escuché gritos. Eso no se olvida. Y así
crece la leyenda. La de los dos hermanos
que no murieron al estrellarse, sino que
se quemaron vivos mientras pedían
auxilio que nunca llegó. La leyenda del
celular perdido, del archivo borrado,
del coche que se incendió como si
alguien hubiera rociado gasolina. La
leyenda de una familia rota, de una
viuda en silencio, de amigos que ya no
contestan llamadas. Porque las brasas se
apagaron, pero el rumor arde. El vídeo
del testigo Martín se ha vuelto viral en
todo el mundo. Cada vez que cuenta su
versión, millones comentan, no fue un
accidente. Exigimos la verdad. No
podemos dejar que se queme el silencio.
Y mientras tanto, el lugar del choque se
llena de velas y banderas de camisetas
manchadas de lágrimas y de pancartas que
no piden consuelo, sino justicia. Aquí
no murieron. Aquí los dejaron morir. Eso
reza un graffiti escrito a mano en la
señal de la curva. Nadie imaginó que
días después del funeral la historia
volvería a encenderse. Parecía que la
curva del grito se había tragado toda la
verdad que las cenizas del Lamborghini
Urus serían el final de la pesadilla.
Pero no, porque cuando el fuego se
apaga, el humo se mete en la piel y el
silencio se vuelve un grito más fuerte
que las llamas. Martín Castaño, el
camionero que escuchó los gritos aquella
madrugada, decidió hablar una vez más.
reunió a periodistas locales, encendió
un cigarrillo temblando y mostró entre
sus manos algo que nadie esperaba, un
trozo chamuscado de tela. Esto lo recogí
yo. La policía no quiso incluirlo. Es
parte del asiento trasero. Tiene rastros
de sangre y quemaduras. Lo guardé porque
no confío en nadie. La voz de Martín se
quebró cuando contó que después del
accidente alguien lo llamó por teléfono.
Un número desconocido, una voz ronca.
Solo una frase, olvida lo que viste,
olvida lo que escuchaste. Desde
entonces, Martín vive con miedo. Dice
que cada noche revisa puertas y
ventanas, que duerme con una linterna
encendida y que sueña con dos figuras
gritando tras un parabrisas ennegrecido.
El miedo no le quita la convicción. Yo
los escuché vivos. Sé que alguien quiso
borrar eso, pero la carretera guarda
secretos. No soy el único. Lo que Martín
no sabía es que no estaba solo. Una
mujer Ainoa, madre de dos niños, quien
vive a unos metros del lugar del
accidente, también se atrevió a hablar.
Ella asegura que esa noche vio un coche
negro estacionado entre los matorrales
con las luces apagadas. No se movió
hasta que llegaron los primeros
patrulleros. Parecía que esperaban algo
o a alguien. Esa pieza encajó como un
puñal en la herida abierta. De pronto,
los rumores de persecución, de traición,
de mensajes borrados cobraron otra
dimensión. Los fanáticos de Diogo J ya
dolidos por la versión oficial
encendieron foros y redes sociales con
nuevas teorías. Alguien lo estaba
siguiendo. Alguien quería que no hablara
y entonces apareció la pista más
perturbadora, un audio filtrado, un
fragmento de 12 segundos donde se
escucha una voz parecida a la de Diogo
diciendo, “Si algo me pasa, no crean que
fue un accidente real editado. Nadie lo
sabe, pero encendió el rumor como
gasolina sobre brasas. Muchos aseguran
que Diogo había discutido con alguien
horas antes de tomar la carretera. que
no quería conducir de noche, que tenía
miedo. ¿Por qué no voló? Porque no
confiaba. En quien su esposa, rota de
dolor, guarda silencio. No responde
llamadas, no da entrevistas, solo se la
vio de negro absoluto en la iglesia
donde descansan sus restos con la mirada
perdida y los puños cerrados. Un testigo
afirma que susurraba algo junto a la
taut. Perdóname, pero nadie sabe por qué
pedía perdón. Las preguntas se
multiplican como fantasmas. ¿Quién borró
el contenido de la caja negra? ¿Quién se
llevó el celular? ¿Por qué el
Lamborghini se incendió como una
antorcha? ¿Por qué nadie pudo abrir las
puertas? Una voz se alza en medio de la
multitud que va cada noche a dejar velas
a la curva. Esto no se termina aquí. Es
David Zambrano, bombero, testigo, un
hombre que ya no puede callar. Vi cosas
raras. Escuché comentarios de compañeros
que dicen que alguien sin identificación
se llevó un objeto del coche. Y sé que
era un celular, pero ahora, ¿dónde está?
Que grabó en redes sociales. Los
fanáticos crearon un hashtag hashtag los
dejaron morir. Cada publicación revive
la historia, expone nuevos detalles,
junta pedazos sueltos, fotos del coche
antes del viaje, conversaciones sin
confirmar. Un itinerario que cambió de
ruta a última hora. Cada rumor es un
fósforo encendido. Cada testimonio
alimenta la hoguera. Mientras tanto, la
curva se ha convertido en un santuario y
un recordatorio de lo que la carretera
quiso tragarse, pero no pudo. Banderas
de Portugal ondean junto a camisetas del
Liverpool. Velas blancas dibujan la
silueta de dos cuerpos en el asfalto y
en medio de la noche, cuando la bruma se
espesa, algunos juran escuchar un
susurro. Sácame, hermano. Hay quien
asegura que es solo el viento. Hay quien
cree que es el eco de una verdad que no
descansará en paz hasta que salga a la
luz. Las autoridades prometen reabrir la
investigación, pero todo parece un
teatro. Los expedientes vuelven a
cerrarse. Los testigos son llamados a
silencio. Los peritos guardan informes
incompletos.
La prensa amarilla aprovecha cada grieta
para vender titulares. El misterio de
Diogo J. accidente o conspiración, pero
para quienes estuvieron allí no hay
dudas. Los gritos fueron desgarradores
dice Martín cada vez que lo entrevistan.
Ellos no murieron en el choque. Murieron
esperando que alguien los salvara y ese
alguien no llegó. Mientras el caso se
ahoga en declaraciones oficiales, la
curva del grito sigue encendida en la
memoria colectiva. “Un lugar maldito,
dicen algunos. Un altar para la
injusticia”, responden otros. Y tú que
lees esto, que encendiste una vela
virtual compartiendo su historia, sabes
que no hay fuego que destruya el eco de
esos gritos, porque cuando la verdad se
quema, deja cenizas que nunca se apagan.
No me olvides, hermano. Ayúdame. No me
dejes morir. Sus voces aún retumban
entre la niebla de la A52, donde el
rugido del motor fue sepultado por un
estruendo de llamas y un coro de
preguntas sin respuesta. ¿Por qué se
fueron tan pronto? ¿Por qué nadie los
escuchó a tiempo? ¿Por qué la verdad
arde más que el fuego mismo? Cuando
cierres este vídeo, recuerda una cosa, a
veces no mueren los que gritan, muere la
conciencia de los que se quedan
callados. Yeah.
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