Netflix estrena un documental que desvela el sufrimiento de los concursantes del ‘reality’ que mantuvo en vilo a Estados Unidos.
A comienzos de los 2000, la televisión experimentaba con los límites del pudor y de la empatía.
Mientras ‘American Idol’ prometía sueños a golpe de micrófono y ‘Survivor’ convertía la supervivencia en deporte televisado, NBC lanzó un formato que dejaría una huella indeleble en la cultura popular: ‘The Biggest Loser’.
La premisa parecía sencilla y motivadora: acompañar a personas con obesidad en un proceso de pérdida radical de peso. No solo estaba en juego un cuerpo renovado, sino también un cheque de 250.000 dólares y, sobre todo, la fascinación de millones de espectadores frente a las cámaras.
El ‘reality’, que se mantuvo en antena entre 2004 y 2016, encontró rápidamente su lugar en la parrilla.
Semana tras semana, los concursantes se reducían frente a básculas gigantes, teatralizando humillación y recompensa.
Jillian Michaels y Bob Harper, entrenadores de carácter opuesto pero igualmente mediáticos, dieron rostro a una narrativa en la que la disciplina se confundía con violencia verbal.
Michaels, en particular, se convirtió en icono de dureza: gritaba, exigía, empujaba al límite, mientras la producción lo enmarcaba como parte del espectáculo redentor.
Netflix ha estrenado ‘The Biggest Loser: La verdad del ‘reality’ para perder peso’, documental en el que se revela hasta qué punto el programa empujaba a los concursantes a situaciones extremas.
Algunos ex concursantes que participan en este, aseguran que se les animaba a consumir fármacos para perder peso más rápido, mientras que las rutinas diarias se convertían en maratones insostenibles.
«Cardio durante una hora y media, entrenamientos antes de comer… La gente perdía peso de maneras que no parecían reales», recuerda Ryan Benson, ganador de la primera edición.
En los últimos diez días de concurso, Benson llegó a alimentarse únicamente con una mezcla de limón, sirope de arce y pimienta cayena.
El resultado fue devastador: en un análisis de orina, los médicos detectaron sangre.Cuando ganó el programa y consciente de su situación, la entrenadora Jillian Michaels le felicitó con una frase que ha quedado grabada en su memoria: «Ryan, acabas de hacerme millonaria».
La crudeza del formato no fue un obstáculo para el éxito televisivo: más de diez millones de personas siguieron la final de esa primera edición.
El programa convirtió el sufrimiento en espectáculo y, a través de sus famosos ‘challenges’, redujo a los concursantes a mero entretenimiento.
La empatía estaba al alcance del espectador, pero el guion del programa insistía en ridiculizarlos, presentando a personas con obesidad como fracasados y objeto de burla.
Aún así, los concursantes querían permanecer hasta el final del programa.
El motivo, para la la escritora y activista Aubrey Gordon, estaba claro: «Ser considerado una persona y no solo un cuerpo es mucho menos habitual de lo que debería ser para las personas gordas».
«Si adelgazo, seré por fin feliz»
Danny Cahill, ganador de la octava temporada, confesó que tras perder más de 100 kilos, recuperó gran parte del peso perdido y vio alterado su metabolismo de forma permanente.
La ciencia respaldó su testimonio: un estudio publicado en 2016 en la revista ‘Obesity’ reveló que la mayoría de concursantes sufrían un «daño metabólico» que dificultaba mantener la pérdida.
Tracey Yukich, participante de la octava temporada, sufrió un colapso a causa de una enfermedad que padecía: la rabdomiólisis.
Todo comenzó en el hígado, luego afectó a los riñones y, finalmente, al corazón. «Mis órganos, literalmente, dejaron de funcionar. Estuve a punto de morir. Cuando desperté en el hospital, me sentí sucia», recuerda.
En su vida personal, Tracey se había limitado a ser madre y a sobrellevar un matrimonio profundamente infeliz.
Fue precisamente ese sentimiento de sumisión lo que la llevó a negarse a volver a casa, incluso después de haber sufrido aquel episodio.
El documental recuerda también una de las mayores polémicas: en 2013, Jillian Michaels fue acusada de dar pastillas de cafeína a su equipo sin supervisión médica.
Aunque ella lo negó, la controversia expuso la lógica subterránea del programa: acelerar resultados a toda costa, incluso a riesgo de la salud de los participantes. Dos décadas después, se comprende que más que un reality sobre «vidas transformadas», ‘The Biggest Loser’ encarnó un modelo cultural que asociaba la gordura con fracaso moral y la delgadez con redención.
La pérdida de peso se narraba como victoria individual, producto de fuerza de voluntad, ocultando factores estructurales como genética, pobreza o acceso limitado a alimentación saludable.
La espectacularización de la pérdida de peso no promovía la salud, sino la competitividad y el castigo.
Tras el apagón de las cámaras, muchos concursantes quedaron abandonados, sin apoyo médico ni psicológico.
El relato de éxito terminaba en plató; la realidad, en soledad. Hoy las cadenas y plataformas proclaman un «deber de cuidado» hacia los participantes.
El impacto de esa narrativa se vuelve inquietante al superponerse con los datos de salud pública.
En España, más de 400.000 personas conviven actualmente con algún trastorno de la conducta alimentaria (TCA), según la Fundación Fita y la Asociación Española para el Estudio de los Trastornos de la Conducta Alimentaria (AEETCA).
La prevalencia se concentra en jóvenes y adolescentes: aproximadamente un 5 % de la población de entre 12 y 21 años sufre anorexia, bulimia o trastorno por atracón, siendo las mujeres las más afectadas.
Los estudios recientes muestran un aumento sostenido de los casos en la última década, exacerbado por la presión estética de las redes sociales y la cultura de la apariencia.
Hoy, la obsesión por la pérdida rápida de peso que popularizó The Biggest Loser encuentra un reflejo inquietante en la popularidad de medicamentos como el Ozempic, fármaco originalmente destinado a la diabetes que se ha convertido en tendencia por su capacidad para reducir el apetito y la absorción calórica.
Al igual que en aquel reality, muchas personas se sienten impulsadas a consumir estos fármacos para acelerar resultados, siguiendo la misma lógica de «solución rápida» que promovía el programa: adelgazar de manera inmediata y visible, sin atender a la salud a largo plazo.
El caso de ‘The Biggest Loser’ nos devuelve, en última instancia, a una pregunta incómoda: ¿qué tipo de narrativas sobre el cuerpo y el dolor estamos dispuestos a consumir como entretenimiento? La televisión del nuevo milenio convirtió la transformación física en producto aspiracional y el sufrimiento en espectáculo rentable.
El documental recuerda que, más allá de la audiencia y los índices de share, quedaron cuerpos con secuelas y biografías marcadas por una promesa incumplida: la de que todo sacrificio, si se hace frente a las cámaras, merecerá la pena. Y, sobre todo, que burlarse de los cuerpos ajenos y presentarlos como fracasos fue uno de los pilares invisibles del entretenimiento de aquel tiempo.
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